Sentirnos observados: ¿Qué sabemos sobre la vigilancia estatal en Chile?

El 23 de septiembre de 2017, en una operación coordinada entre Carabineros y la Fiscalía de la Araucanía, se detuvo a ocho comuneros mapuche por su supuesta participación en una serie de atentados incendiarios. Tras la detención, se explicó que la principal prueba incriminatoria fue una serie de conversaciones de WhatsApp y Telegram, obtenidas a través de la interceptación de las aplicaciones de mensajería.

No obstante, el 19 de octubre se ordena liberar a los detenidos por la llamada Operación Huracán. ¿La razón? La falta de fundamentos que justificaran la participación de los imputados en los hechos investigados.

Algunos meses más tarde, las pruebas presentadas por Carabineros comenzaron a ser duramente cuestionadas. Las conversaciones supuestamente intervenidas se encontraban dentro de los mismos teléfonos incautados en formato .txt, un tipo de archivo que no tiene relación con los que generan los programas de mensajería, sin marcas temporales o la estructura de un diálogo exportado de WhatsApp o Telegram; en los teléfonos de Héctor Llaitul, uno de los imputados, ni siquiera estaban instaladas las aplicaciones y los textos tenían fecha de creación posterior a la incautación. La tesis del montaje comenzó a instalarse con fuerza y se abrió una investigación, aún en curso, para esclarecer los hechos.

La historia original es que las principales pruebas en contra de los acusados habían sido obtenidas gracias a “Antorcha” y “Tubicación”, aplicaciones creadas por Álex Smith, un ingeniero comercial sin experiencia conocida en el rubro, que se desempeñaba realizando capacitaciones en el uso de programas como Excel y Autocad, desde donde fue reclutado para integrar la Unidad de Inteligencia Operativa Especializada (UIOE) de La Araucanía, a cargo de la “Operación Huracán”. Un reporte realizado por la Policía de Investigaciones (PDI), en el marco de la investigación por falsificación de pruebas, determinó que Antorcha y Tubicación jamás existieron.

Hoy, el ex director de inteligencia de Carabineros, General (R) Gonzalo Blu, el Capitán (R) Leonardo Osses, segundo al mando de la UIOE de La Araucanía, y Álex Smith, se encuentran desvinculados de Carabineros, formalizados criminalmente y con detención preventiva, mientras se investiga el caso.

En una de sus últimas declaraciones a la prensa antes de ser detenido, Smith matizó su versión: “Este era un procedimiento de phishing, malware y keylogger. No era un software como el que usa la PDI. Mezclamos aplicaciones y después se le puso Antorcha. La verdad es que no se podía basar ningún caso en Antorcha, pero servía para hacer algo de inteligencia”, declaró a La Tercera; “Lo más fácil para mí era el pishing. Comenté que se podía hacer y pregunté si era legal, me dijeron que por una ley, la de inteligencia, sí. Como era legal, empezamos a enviar pishing a distintos blancos”.

Pero, ¿es realmente válido un método como el phishing para recoger evidencia en investigaciones? Esta pregunta es crucial, pues más allá de Antorcha, Operación Huracán demuestra la diposición de Carabineros a integrar estas técnicas y herramientas en la realización de su labor investigativa.

Según Pablo Viollier, encargado de Políticas Públicas en Derechos Digitales, el panorama es claro: Carabineros utilizó herramientas poco legítimas. “Aquí las agencias de persecución penal, en parte de Carabineros, a través de sus organismos de inteligencia, echaron mano a las mismas herramientas que utilizan los delincuentes informáticos”, dice.

Pese a ello, en un primer momento Carabineros defendió sus técnicas. En un comunicado, el general (r) Gonzalo Blu, aseguró que no podía tirarse por la borda en tres semanas más de ocho meses de investigación, y que “La situación que plantea el Ministerio Público no hace más que amparar a aquellas personas que se han dedicado a causar miedo en las regiones del sur del país y deslegitima a dos importantes instituciones del Estado, las cuales deberían estar preocupadas de la lucha contra la delincuencia”.

Lo cierto es que técnicas como el phishing o infectar terminales a través de malware o keyloggers no están contempladas en el Código Procesal Penal, por lo que, en la interpretación más favorable a Carabineros, estas técnicas caen en una zona gris, con la posibilidad de que pueda ser derechamente ilegal, como sugiere un informe elaborado por la PDI.

Desde Fiscalía aclaran que la autorización es crucial cuando se trata de, por ejemplo, intervenir comunicaciones: “Siempre que exista privación o perturbación de los derechos constitucionales del imputado, el fiscal debe requerir autorización judicial previa, acorde al artículo 9 del Código Procesal Penal”. Además, agregan que con la debida autorización, es legal recoger pruebas y que pueden ser de diversos orígenes.

“El Análisis Criminal se realiza cruzando información de distintas fuentes, por ejemplo: prensa, perfiles abiertos en redes sociales, interconexión del Registro Civil, de Aduanas, del Conservador de Bienes Raíces, del Poder Judicial, junto con bases de datos de causas registradas en el Sistema de Apoyo a Fiscales”, dicen. Sin embargo, este listado no contempla la irrupción en sistemas informáticos cerrados, que es lo que precisamente buscan técnicas y herramientas como el phishing y el malware.

Por otra parte, la ley 19774 permite, con autorización de un ministro de la Corte de Apelaciones, la posibilidad de interceptar comunicaciones, sistemas y redes informáticas, pero limitados exclusivamente a actividades de inteligencia y contrainteligencia relacionadas al terrorismo, el crimen organizado y el narcotráfico, no en una causa penal. Al respecto, Viollier propone “delimitar estrictamente cuáles son los ámbitos de competencia de la Ley de Inteligencia y del Código Procesal Penal y que no se mezclen las dos materias”.

Es sumamente necesario transparentar y hacer un punteo más específico sobre los verdaderos alcances que tiene la vigilancia estatal en ámbitos legales: la interceptación de comunicaciones está permitida, pero sigue siendo un concepto demasiado amplio, que no da cuenta, por ejemplo, de la cantidad de información sensible que contiene un teléfono celular en relación a aquella que se puede conseguir a través de una escucha teléfonica.

En ese sentido, malware como el producido por Hacking Team y adquirido por la PDI supone un desafío, pues ante sus capacidades altamente intrusivas, es muy difícil establecer límites claros entre aquello a lo que pueden y no acceder. Más todavía al no existir mecanismos externos de fiscalización y transparencia respecto al uso de estas herramientas.

Que seas paranoico no significa que no te están mirando

“La idea más peligrosa en un discurso de vigilancia es ‘el que nada hace, nada teme’ porque convence al ciudadano de tener que optar entre la libertad y su derecho a la privacidad, versus una errada concepción de la seguridad, entendiéndolas en este caso como garantías incompatibles”, explica Karen Vergara de Fundación Datos Protegidos.

La poca información que se tiene sobre las verdaderas facultades que poseen los organismos estatales y fuerzas especiales a la hora realizar investigaciones, desdibuja la concepción de seguridad y nos lleva a una paranoia innecesaria: “La vigilancia de cualquier tipo limita nuestro actuar, esto significa que dejamos de realizar actividades –cotidianas o no– por el temor a estar siendo observados”, dice Vergara. De esta manera, se fomenta la desconfianza, la sensación de desprotección y falta de libertad de la ciudadanía.

Para Viollier, ha existido una falta de transparencia de los procesos que se relacionan con la vigilancia estatal, específicamente de parte desde el poder civil. “Hoy día carabineros, como rama de las fuerzas armadas, cree que se manda sola, y no existe control democrático y para eso se necesita voluntad política. No es posible que Carabineros pueda resistirse físicamente, haciendo un despliegue de fuerza, a una diligencia ordenada por Fiscalía”, dice.

“Es fundamental que el Estado tenga un rol preponderante en la protección de la información personal de sus ciudadanos, tanto en sus relaciones con empresas privadas como con organismos públicos, que asegure un manejo de los datos conforme a los fines que permite la ley, evitando el abuso en el tratamiento de los mismos”, sostiene Vergara.

Con sus principales protagonistas formalizados y detenidos, un año más tarde la Operación Huracán deja en evidencia más preguntas, vacíos y sensaciones amargas que claridades en la ciudadanía.

Si no queremos otro Huracán, hay que hacer algunos cambios importantes

La presente intervención no tiene como objetivo el señalar responsables concretos de las irregularidades cometidas durante la Operación Huracán, sino dar a conocer las insuficiencias regulatorias e institucionales que permiten a las policías operar sin los controles y contrapesos adecuados, y que deberían implementarse para impedir que una situación similar vuelva a repetirse.

Durante la Operación Huracán, Carabineros operó y realizó diligencias investigativas altamente intrusivas sin respetar el principio de no deliberación. Para ello se utilizó el procedimiento especial de la Ley de Inteligencia, figura que permite a las policías actuar sin el debido control por parte del Ministerio Público, como si fuese un interviniente en el proceso penal y no un auxiliar de la administración de justicia.

La información obtenida por estos medios carece totalmente de legalidad como prueba al interior de un proceso criminal, ya que ha sido obtenida sin supervisión de parte del Ministerio Público y sin una autorización previa de parte del Juez de Garantía competente. Por otro lado, no resulta aceptable la utilización de la Ley de Inteligencia para la obtención y producción de prueba al interior de un procedimiento penal, ya que ambos procesos responden a objetivos distintos y tienen distintos requisitos para la realización de medidas intrusivas. Este principio de “utilización exclusiva de la información”  fue reconocido por el legislador en el mensaje de la Ley Nº 19.974 al señalar que la información recogido y producida por el Sistema de Inteligencia del Estado sólo puede ser usado para el cumplimiento de sus respectivos cometidos.

En este sentido, resulta altamente preocupante el carácter amplio y poco específico de la resolución de la Corte de Apelaciones de Temuco al momento de autorizar las diligencias de Operación Huracán. Esta falta de especificidad no sólo incumple lo establecido en los artículos 23 y 28 de la Ley de Inteligencia, sino que dan cuenta que el examen realizado por las Cortes es más bien de carácter formal y no está cumpliendo el objetivo de controlar materialmente el actuar policial.

La utilización de la Ley de Inteligencia también resulta improcedente debido a que esta habilita a los organismos de inteligencia a realizar diligencias mucho más intrusivas que las contenidas en el Código Procesal Penal. Mientras este último sólo autoriza la interceptación de comunicaciones, el artículo 24 de la Ley de Inteligencia admite “la intervención de cualesquiera otros sistemas tecnológicos destinados a la transmisión, almacenamiento o procesamiento de comunicaciones o información”. Por tanto, la utilización de prueba obtenida por estos medios no podría ser acompañada en el proceso penal, ya que fue producida a través de procedimientos no admitidos en el Código Procesal Penal.

En el caso particular de Operación Huracán, la prueba supuestamente obtenida tampoco cumple con el estándar señalado en el artículo 24 de la Ley de Inteligencia. De acuerdo a Carabineros el supuesto malware instalado en los aparatos de los imputados fue introducido a través de una técnica denominada phishing, una forma fraudulenta de obtener información confidencial como nombres de usuario y contraseñas disfrazándose como una entidad confiable en una comunicación electrónica. Este uso del engaño fraudulento, propio de los delincuentes informáticos, con el fin de instalar un programa malicioso (malware) no se encuentra amparado ni en la Ley de Inteligencia ni en el Código Procesal Penal.

Nuestro ordenamiento jurídico permite exclusivamente, y en hipótesis excepcionales, la interceptación de comunicaciones y la intervención de sistemas tecnológicos. La utilización de malware permitiría a las fuerzas de orden acceder a: el correo electrónico, el contenido de las aplicaciones de comunicación, los contactos, la ubicación geográfica, el micrófono de la terminal, la cámara y a un registro de las teclas que oprime el afectado. En otras palabras, permite un control total de la vida privada del afectado, hipótesis que no está amparada en nuestro ordenamiento jurídico.

En este sentido, resultan sumamente preocupantes las declaraciones realizadas a la prensa por el General (r) Blu, en las cuales se lamentaba que este caso hubiese salido a la luz, ya que en adelante los delincuentes sabrán que no deben hacer click cuando reciban un enlace sospechoso en su teléfono. Esta declaración habla de un interés futuro de la institución de Carabineros de seguir utilizando una técnica intrusiva, a todas luces ilegal y que vulnera los derechos fundamentales de los afectados.

El debido proceso de los imputados no solo se vio vulnerado por el hecho de que la prueba utilizada haya sido falsa, sino que por la falta de transparencia en su producción. El hecho de que no se haya informado a los defensores, cómo y a través de qué mecanismos se produjo la supuesta interceptación de comunicaciones impide que estos tengan la posibilidad de desvirtuarlas, vulnerando el principio de igualdad de armas y dejando, en definitiva, a sus representados en la indefensión.

Por último, el caso de Operación Huracán muestra que el procedimiento de custodia de evidencia digital por parte de Carabineros es complemente insuficiente y poco profesional. La implantación de archivos en terminales que ya habían sido confiscados y el hecho de la prueba presentada estuviese en formatos fácilmente editables dan cuenta de la falta de controles técnicos para evitar la creación de prueba fraudulenta.

En consecuencia, se sugiere estudiar la pertinencia de modificar la Ley de Inteligencia a fin de que se incorpore en forma expresa una prohibición que impida que la información recopilada a través de sus procedimientos sea utilizada como prueba al interior de procedimientos criminales y una referencia expresa a la prohibición del uso de técnicas de hacking e infectación con software malicioso como técnica de investigación por las policías. Del mismo modo, es necesario hacer más riguroso el control que las Cortes de Apelaciones ejercen sobre las medidas intrusivas contenidas en la Ley de Inteligencia. Por último, urge establecer criterios técnicos y profesionales que permitan cautelar la cadena de custodia de evidencia digital en los procedimientos criminales.

* Esta intervención fue realizada ante la Comisión investigadora sobre actuación de organismos policiales, de persecución criminal y de inteligencia en Operación Huracán.

Más allá de Álex Smith: vigilancia estatal y el rol de la prensa

Operación Huracán no fue solo un ejercicio de investigación criminal, sino también una acción de estrategia comunicativa: Las cámaras del noticiero de Canal 13 capturaron el allanamiento y la detención de los comuneros mapuche, y -al igual que EMOL– reprodujeron los mensajes supuestamente interceptados por la Carabineros. Los mismos que hoy se asumen como falsos y que tienen a el ex director de inteligencia, General (R) Gonzalo Blu, el Capitán (R) Leonardo Osses, segundo al mando de la UIOE de La Araucanía, y Álex Smith, desvinculados de la institución, formalizados criminalmente y con detención preventiva, mientras se investiga el caso.

Ante un caso que solamente planteaba interrogantes, el desempeño de la prensa fue aquí cuestionado por limitarse a transmitir la información oficial y no plantear las preguntas necesarias. Pero luego vino el vuelco, y a medida que la tesis del montaje agarró fuerza, el trabajo periodístico en torno al caso empezó revelar información sumamente interesante. En ese sentido, la labor que han realizado medios como Ciper y La Tercera ha sido importante, permitiéndonos echar un vistazo a un territorio usualmente opaco, como es el de la vigilancia estatal.

En se sentido, llama la atención, por ejemplo, que la acusación realizada por el periodista de Ciper Nicolás Sepulveda, sobre una extensa operación de escuchas telefónicas montada por la UIOE de La Araucanía no haya causado más revuelo e indignación. Pareciera ser que la gran discusión girara en a los softwares que podrían o no haber existido y su posible creador, Álex Smith.

Y como periodista, lo entiendo: Smith es un personaje excéntrico y carismático, sus fallidos intentos por demostrar su supuesta invención son divertidos y la historia de un ingeniero agrónomo que terminó involucrado en uno de los mayores escándalos para Carabineros en el último tiempo es, en efecto, atractiva. Sin embargo, la existencia (o no) de Antorcha no es la parte más relevante de este relato, del mismo modo en que Smith no es tampoco el principal responsable.

Lo verdaderamente importante acá es precisamente lo poco que sabemos respecto a los modos en que opera la vigilancia estatal, cubierta por un espeso manto de secretismo y nulas posibilidades de fiscalización externa. La Operación Huracán es el resultado no solamente de funcionarios inescrupulosos, sino de todo un sistema que les permitió actuar.

Generar mecanismos de control y transparencia es crucial. Y ahí, la prensa tiene un rol importantísimo que jugar, investigando, cuestionando, incomodando. Es de esperar que el impulso que ha tomado el tema a propósito de la Operación Huracán no muera una vez que se defina el destino de Álex Smith.

Herramientas para perseguir a la oposición en Guatemala

El proyecto de vigilancia, creado en 2012 por el gobierno guatemalteco, se inicia por la adquisición por vía de excepción por parte de la Dirección General de Inteligencia Civil (DIGICL) de un software por valor de 1.4 millones de quetzales (alrededor de 186.000 dólares) cuya finalidad es permitir la intercepción de mensajes y correos electrónicos. A finales del mismo año, se suma la compra de dos maletines con fines de intercepción de llamadas telefónicas, por un valor equivalente a 2.5 millones de dólares. De acuerdo con Nuestro Diario, entre los softwares adquiridos se encuentran “las versiones más avanzadas” de Pegasus, Pen-Link, Circles, Citer, Conceptus, Memex, Sitev, Laguna, Avatar y del software Galileo, de Hacking Team, empresa que ha sido objeto de escándalo anteriormente al venderle su software a una larga lista de gobiernos latinoamericanos.

La investigación revela que la Dirección General de Inteligencia Civil, cuyo mandato es la recolección de información para el combate del crimen organizado, utilizó la información recabada con fines políticos, en el contexto de las protestas por corrupción enfrentadas por el gobierno entre 2014 y 2015. Así, a medida que crecía el rechazo hacia los actos gubernamentales, se fue incrementando la vigilancia contra todo aquel que el gobierno considerara un enemigo político, incluyendo no solo la interceptación de las comunicaciones tanto digitales como analógicas, sino también la vigilancia física, todo esto llevado a cabo por grupos de trabajo conformados tanto por militares como por civiles. Estas técnicas fueron también usadas para vigilar a los manifestantes durante las protestas de 2015.

Tal como resume la Fundación Acceso en la siguiente infografía, entre 2012 y 2014 el gobierno habría ido ampliando progresivamente sus capacidades de vigilancia, adquiriendo actualizaciones de software y alquilando un edificio destinado exclusivamente al centro de espionaje.

De acuerdo con la investigación presentada por Nuestro Diario, el sistema de vigilancia permitiría a las autoridades interceptar las comunicaciones telefónicas y los servicios de mensajería, hacer una copia espejo de lo que se escribe en un dispositivo intervenido, infiltrarse en redes sociales mediante la creación de perfiles falsos, así como activar la cámara y el micrófono de teléfonos celulares y computadoras con la finalidad de grabar audio, video y fotografías. Como señalamos, este tipo de prácticas no son nuevas en la región: ya en 2016 se denunciaba la adquisición por parte de los gobiernos de México, Honduras, Panamá, Ecuador, Colombia, Brasil y Chile del software proporcionado por Hacking Team, y se sabía que al menos otros seis países de la región (incluida Guatemala) habían sostenido negociaciones para la compra de este software.

Enrique Degenhart, Ministro de Gobernación guatemalteco, declaró negando la existencia de la red de espionaje, y afirmó que el sistema, que fuera adquirido por la administración anterior durante la presidencia de Otto Pérez Molina, estaría en poder de la Fiscalía y la CICIG (Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala). Según Degenhart, las herramientas fueron secuestradas por las autoridades por la vía judicial. Pérez Molina actualmente cumple prisión preventiva por cargos de corrupción. “No tenemos conocimiento sobre qué están haciendo con ellas”, señaló el ministro, añadiendo que el uso de estas tecnologías estaría a discreción de las instituciones que las secuestraron, en lo que parece ser un intento de desmarcarse de cualquier responsabilidad sobre el uso de estos sistemas para la vigilancia.

Este tipo de circunstancias, precisamente, apunta a uno de los problemas más graves respecto a las tendencias recientes en tecnologías para la vigilancia en Latinoamérica: la total carencia de transparencia y rendición de cuentas en los procesos de licitación, adquisición, implementación y uso de estas tecnologías, que son adoptadas en procesos de secretismo bajo excusas de “seguridad nacional” e “inteligencia militar”, incurriendo así en afectaciones gravísimas a la privacidad de los ciudadanos sin que estos posean ningún mecanismo ni posibilidad alguna de ejercer los controles pertinentes sobre la manera en que son vigilados, y sin que puedan ser protegidos por las garantías judiciales mínimas que garanticen la proporcionalidad, la necesidad y la legalidad de las medidas tomadas.

Este tipo de tecnologías, que facilitan a los Estados la utilización de técnicas de hackeo con fines de vigilancia, socavan la privacidad de los ciudadanos de un modo especialmente grave, por cuanto recurren a la explotación de vulnerabilidades de seguridad en los sistemas informáticos, frecuentemente sin justificación legal y en maneras que no suelen ser compatibles con la normativa internacional en materia de derechos humanos. Así, Privacy International señala, en un informe de 2017 sobre la práctica del hackeo con fines de vigilancia en América Latina:

No queda claro si estas actividades pueden en alguna instancia realizarse en conformidad con las normas internacionales de derechos humanos. Si los Gobiernos insisten, a pesar de lo anterior, en poner en práctica estas facultades, deben cumplir con una serie de salvaguardas necesarias mínimas (según lo establece la legislación internacional en materia de derechos humanos) que aborden las implicancias que tiene el hackeo en la seguridad.

En este sentido, el primer factor de urgencia, tanto en Guatemala como en el resto de Latinoamérica, es la articulación de una base legal clara con respecto a las actividades de inteligencia, vigilancia y hackeo llevadas a cabo por parte de los Gobiernos. La carencia de una base legal clara, específica y que haya sido creada a través de una discusión abierta, pública y de carácter parlamentario, con la inclusión de todos los sectores de la sociedad, es el primer factor que ocasiona que todas estas actividades estén siendo llevadas a cabo en violación de las normativas internacionales en materia de derechos humanos. Por otra parte, si bien la Procuraduría de Guatemala anunció la apertura de un expediente para investigar los hechos mencionados, los gobiernos de la región han sido consistentes en ignorar las investigaciones o procesos judiciales que deberían haber sido llevados a cabo al descubrir las irregularidades cometidas en la implementación y uso de estas tecnologías, así como en lo que respecta a la revisión necesaria de las leyes vigentes.

Mientras seguimos siendo vigilados, la transparencia, la rendición de cuentas y la creación de garantías y controles judiciales efectivos frente a las medidas invasivas a la privacidad se hacen cada vez más urgentes. De lo contrario, la vulneración constante a nuestra privacidad no será más que un factor adicional en el debilitamiento de nuestra libertad de expresión y participación y por ende, en el socavamiento de las ya frágiles democracias de nuestra región.

¿Me protege mi huella digital o debo yo protegerla a ella?

En días pasados, con motivo del proceso electoral mexicano, se advirtió a través de redes sociales y medios de comunicación sobre los riesgos de compartir fotos de nuestros dedos manchados de tinta, en un contexto donde nuestra información biométrica es usada constantemente con fines de autenticación. Como principio general de seguridad, sabemos que es una buena práctica no compartir información personal que constituya o pueda formar parte de mecanismos de autenticación o verificación, como -evidentemente- nuestras contraseñas. Sin embargo, ¿qué sucede cuando nuestro cuerpo -nuestras huellas digitales, nuestra voz o nuestro rostro- se han convertido en nuestras contraseñas? ¿Es factible y está en nuestro poder proteger esta información?

En 2014, hackers del gobierno chino ingresaron en los sistemas de computación del gobierno norteamericano, logrando extraer los datos personales de 22 millones de ciudadanos estadounidenses, incluyendo los datos de la huella digital de 5.6 millones de personas. Aunque hasta el presente no existen evidencias de que estos datos hayan sido comerciados en el mercado negro, resulta abismante el riesgo que pueden representar en caso de ser vendidos. En 2016, investigadores de la Universidad Estatal de Michigan fueron capaces de convertir reproducciones de huellas digitales en versiones 3D de las mismas, capaces de engañar a los lectores de huella digital de los teléfonos inteligentes, todo esto con equipamiento por un valor inferior a los 500 dólares. Igualmente, los investigadores del Instituto Nacional de Informática de Tokio afirman que son capaces de reconstruir una huella digital a partir de la fotografía de una persona haciendo el signo de la paz con su dedo índice y medio, tomada a tres metros de distancia. Esta última noticia levantó alertas en diversos sitios de noticias, que señalaron que los avances paralelos en las tecnologías fotográficas y de autenticación por huella digital, aunados al uso continuo de redes sociales para compartir información, convergen en un punto de riesgo incrementado en lo que respecta a la accesibilidad y facilidad para obtener y recrear las huellas digitales de las personas.

Los datos del rostro también son vulnerables: hoy en día, crear una base de datos a partir de fotografías de los rostros de las personas puede ser tan fácil como descargarla de Facebook o LinkedIn, y la tecnología se encuentra fácilmente disponible, no solo para procesar estas imágenes a través de algoritmos de reconocimiento facial, sino incluso para crear modelos en 3D a partir de ellas. De hecho, en el Chaos Communication Congress de 2014, un investigador de seguridad reprodujo un modelo funcional de la huella digital del ministro de Defensa alemán, partiendo de una fotografia en alta resolución de su mano.

El principal problema de seguridad planteado por el uso de tecnologías biométricas para la autenticación es que los datos biométricos no pueden ser reemplazados. Una vez que el patrón de nuestras huellas digitales se ve comprometido, solo tenemos un número limitado de posibilidades de reemplazarla, en caso de que se requiera solo una. Así, como señala nuestro reciente informe, “El cuerpo como dato”:

Dado que los datos biométricos son únicos e irremplazables, la posibilidad de pérdida o robo de estos significa que la identidad legal del individuo se ve comprometida sin posibilidad de que se le provea de una nueva identidad, creando un contexto en el cual, de no existir salvaguardas legales, una persona podría verse privada de su identidad sin recursos para recuperarla ni indemnización a los daños.

En el caso de que, por ejemplo, la huella digital sea la puerta de entrada hacia otra información personal, como los servicios de mensajería o el correo electrónico, el robo de los patrones biométricos no es el único peligro. El riesgo, por ejemplo, de que los cuerpos policiales puedan sortear el cifrado de un dispositivo a través de copias de la huella digital -o simplemente forzando al ciudadano físicamente- es, de suyo, alto, no solo en el contexto latinoamericano, donde el abuso policial es una práctica frecuente. Esto puede suceder incluso cuando se siguen procedimientos judiciales: en Los Ángeles, un juez emitió una orden para forzar el dedo de una mujer en el lector de huella de un teléfono incautado con el fin de desbloquearlo en el contexto de un proceso por robo de identidad.

Más que el riesgo de perder el control sobre nuestros datos biométricos, el verdadero riesgo se encuentra en el hecho de que nunca tuvimos control sobre ellos en primer lugar. La propia naturaleza de nuestro cuerpo implica que este se encuentra en constante contacto e intercambio de información con el mundo que nos rodea: nuestro rostro descubierto es captado por cámaras de vigilancia urbanas, por los teléfonos de las personas en la calle y a través de nuestras cuentas de redes sociales; nuestras huellas digitales entran en contacto un millón de veces al día con objetos cotidianos a partir de los cuales pueden ser reconstruidas; nuestra voz, nuestros ojos o nuestra manera de caminar no son datos que podamos ocultar del mundo sin limitar severamente nuestras rutinas. El cuerpo, por su naturaleza comunicacional, emite constantemente información que es captada por diversos dispositivos, incluyendo datos como nuestra presión sanguínea, nuestro pulso o la cantidad de pasos que damos al día. Las tecnologías modernas, y no solo las biométricas, recaban y transmiten una cantidad de información gigantesca de manera coditiana, no solo para verificar nuestra identidad, sino para determinar factores como el género, edad, estado de salud o nivel de ingresos de una persona determinada.

Lo que deriva de esto no es solo que debamos tener un mayor cuidado al momento de comunicar o entregar nuestros datos personales, especialmente nuestros datos biométricos, sino que todo cuidado será insuficiente si no logramos crear regulaciones y políticas públicas que permitan un manejo mucho más cuidadoso de estos datos por parte de gobiernos y empresas privadas. Por otra parte, la tecnología sigue avanzando, por lo general con mucha más rápidez que la regulación y sin esperar por ella. En 2013, un equipo de investigadores en Berkeley creó un sistema de autenticación biométrica basado en ondas cerebrales, llamado “passthoughts”. Esta técnica combina tres factores de verificación: algo que sabes (un pensamiento), algo que eres (tus ondas cerebrales) y algo que tienes (el sensor para medirlas). Para autenticar tu identidad, debes pensar en tu clave secreta mientras usas el sensor, que transmite una representación matemática de las señales que hace tu cerebro cuando piensas en la clave. En teoría, es imposible falsificar un passthought, dado que cada persona piensa el mismo pensamiento de manera distinta. La única manera de sortear este tipo de seguridad sería forzar a la persona a pensar su clave, capturar la respuesta y luego reproducirla. Sin embargo, un passthought, al igual que cualquier contraseña, puede ser cambiado.

Esto es solo un ejemplo de maneras en las cuales la tecnología de autenticación biométrica puede cambiar en el futuro próximo. Entretanto, en la mayor parte del mundo seguimos debatiendo sobre cuál es el paradigma correcto para enfrentar desde el punto de vista jurídico a una tecnología cuyo avance no se detendrá a esperar por nosotros.

El cuerpo como dato (2018)

¿Cuál es la naturaleza del dato biométrico en relación a la identidad del individuo? El acelerado crecimiento en el uso de tecnologías biométricas para la identificación en América Latina plantea una serie de cuestionamientos relativos no solo al impacto de estas tecnologías sobre la libertad de expresión y de acción en espacios públicos, sino a la autonomía y a la identidad del individuo.

Un vistazo a las potenciales vulnerabilidades de WhatsApp

Simplificado a su mínima expresión, el gran problema que ha planteado el acelerado desarrollo tecnológico es de confianza. Porque está claro que la mejor alternativa que tenemos para un mejor mañana radica en el desarrollo tecnológico, muchas veces olvidamos que no estamos hablando de una entidad única, independiente, todopoderosa y, sobre todo, esencialmente buena. Nuestra necesidad de confiar en la tecnología dificulta nuestra capacidad de desarrollar un sano ejercicio crítico y pensarla no como una unidad homogénea y articulada sincrónicamente, sino como un campo plural: no todas las tecnologías son creadas iguales.

Parte importante del problema de la confianza ciega en la tecnología deriva del hecho de que no sabemos cómo funcionan; no es necesario, la meta de cualquier tecnología con ganas de imponerse es volverse intuitiva al punto de que no requiera esfuerzo alguno hasta del más inexperto de los usuarios. Este desconocimiento nos permite también integrar nuevas tecnologías a nuestras vidas sin pensar demasiado en las implicancias de ese acto: ¿estaríamos tan dispuestos a poner nuestras vidas en un teléfono si supiésemos las diversas formas en que esa información puede ser accedida por otros, recolectada y procesada? Hay ciertas cosas en las que preferimos no pensar mucho, aunque debiésemos.

¿Y qué pasa cuando la tecnología nos traiciona, cuando algo falla? ¿Cómo podemos obtener alguna certeza al respecto? ¿En quién podemos confiar? Estas fueron algunas de las preguntas que se desprendieron en septiembre de 2017, cuando Carabineros de Chile explicó con gran pompa a través de la prensa que gracias a la interceptación de conversaciones de WhatsApp había logrado identificar a los responsables de una serie de ataques incendiarios contra camiones forestales en la novena región del país. Huracán se llamó el operativo.

En su momento, salvo contadas excepciones, todas las voces oficiales asumieron el hecho sin cuestionarlo, sin preguntarse cuáles eran las implicancias de un antecedente fundamental, pero mencionado al paso. Y resultó que las implicancias eran monumentales: cuatro meses más tarde, el Ministerio Público y Carabineros se veían enfrentados en una serie de denuncias que mantienen a funcionarios policiales y un civil acusados de fabricación de pruebas para inculpar inocentes.

El vuelco del caso ha sido extraño y, por momentos, raya en lo tragicómico. Pero, por sobre todo, ha sido increíblemente confuso y complejo: mientras la atención se ha centrado en discutir en torno a la existencia (o no) de un software llamado Antorcha, prácticas como la intervención telefónica ilegal a gran escala han pasado prácticamente desapercibidas en el debate público; el peligro es que muchas interrogantes queden sin una debida explicación.

Como una forma de aportar certezas a una causa extremadamente compleja, el equipo técnico de Derechos Digitales se planteó una pregunta: ¿De qué manera se podrían obtener las conversaciones de WhatsApp de un tercero? En base a información de prensa en torno al caso Huracán y la documentación técnicamente existente, el equipo testeó distintas formas en las que teóricamente se puede acceder al contenido de las comunicaciones de Whatsapp. La idea era poder aproximar una respuesta respecto a la factibilidad del ataque y las capacidades que podría (o no) tener Carabineros de Chile para realizar este tipo de intrusión. Esta información esta contenida en ‘¿Confiable y seguro? un vistazo a las potenciales vulnerabilidades de WhatsApp‘, hoy publicado.

Pero en un sentido mucho más amplio, el objetivo de esta investigación era conocer un poco más respecto al funcionamiento de WhatsApp y sus potenciales vulnerabilidades, como una manera de generar información adicional que las poblaciones en mayor riesgo –activistas, periodistas, defensores de derechos humanos- puedan considerar a la hora de decidir respecto al uso de la aplicación y los cuidados necesarios que deben tener para una experiencia lo más segura posible.

Cabe recordar que ninguna tecnología es infalible, en el mejor de los casos sus vulnerabilidad no son públicamente conocidas. En ese sentido, el estándar de cifrado de WhatsApp es alto y las técnicas analizadas por el equipo de Derechos Digitales revelan que, de ser posible, la intervención es compleja y requiere una serie de pasos previos, siendo en la mayoría de los casos necesario tener acceso físico previo al teléfono. Sin embargo, nunca está de más recordar que el cifrado es una protección contra un tipo determinado de ataque y poco tiene que aportar en caso de que un tercero pueda manipular un equipo o que una de las partes participantes de la conversación entregue la información.

Relevante también es decir que nuestro análisis arroja que, de haberse realizado alguno de los ataques detallados en el informe, estaríamos frente a una ilegalidad. Lo anterior es importante, pues más allá de si las informaciones presentadas en el marco de operación Huracán son verdaderas o falsas, lo que está completamente claro es el deseo expreso de las policías chilenas por utilizar este tipo de técnicas con fines investigativos.

Estamos seguros de que Huracán no es ni el primero ni será el último caso con estas características y lo que hoy puede ser desprolijo, podría ser un paso necesario en una vía hacia el perfeccionamiento de unas técnicas de vigilancia que, de no contar con la adecuada regulación y medidas de control acordes, podría devenir en una amenaza importante a nuestra democracia.