Una marcha del orgullo en internet

Para una comunidad cuya identidad se ha construido a partir de disputas por el reconocimiento, durante más de veinte años internet ha servido de canal para expresarse más allá de los prejuicios o estereotipos de género. Existen millones de espacios en la web donde se difunden y comparten ideas y sentires: desde los procesos de transición o el intercambio de información entre adolescente explorando sus sexualidades, hasta organizaciones de derechos LGBTQ+ o grupos promoviendo campañas por más derechos.

Desafortunadamente, internet se ha constituido cada vez más en un espacio para la recolección, clasificación y control de datos, y menos en un espacio para el aprendizaje y la experimentación. Ante las iniciativas de autonomía y liberación en el entorno digital, todos los días crecen y se fortalecen expresiones de rechazo y violencia contra las identidades que no responden a los modelos heteronormativos tradicionales. Los casos son miles.

Y aunque las grandes plataformas de internet se muestran cada vez más empáticas con el reconocimiento y la inclusión, sus políticas continúan demostrando que para ellos, algunas prácticas, estéticas y personas deben ser clasificadas como ‘sensibles’ o ‘inapropiadas’. Empresas como Google y Facebook parecen esforzarse: si buscas «queer» en Google, aparece en la página un arcoiris junto con los resultados de búsqueda; recientemente, luego de celebrar el matrimonio igualitario con aplicaciones para las fotos de perfil, Facebook lanzó una nueva funcionalidad para usar un arcoiris en lugar de un «me gusta». Estas acciones, aunque son válidas, crean una ilusión de que los espacios capitalizados por las empresas de Silicon Valley son abiertos, seguros y sinceramente activos en causas sociales, aunque no aplique en todas partes.

A mediados de marzo, cientos de youtubers protestaron en Twitter porque sus videos relacionados con la sigla LGBTQ+ estaban siendo restringidos para audiencias infantiles o familiares. Ante esto, la plataforma se disculpó, aclarando que el «Modo Restringido» lo utiliza un grupo muy pequeño de usuarios y además está desactivado por defecto. Sin embargo, como dijo una usuaria, este tipo de medidas contribuyen a la estigmatización, a través de la sexualización (por defecto) de los contenidos relacionados con personas trans y no binarias. Un mes más tarde, Youtube declaró que su sistema de filtrado para el «Modo Restringido» había sido arreglado, incluyendo nuevamente cientos de miles de videos con contenido LGBTQ+.

Por otra parte, además de su ya conocida política de nombres reales o su comprometida labor con la censura de pezones femeninos, Facebook prohíbe el uso de palabras como ‘sexual’ o ‘lesbiana’ en los nombres de usuaria, mientras que las palabras ‘gay’ o ‘gaywomen’ están permitidas. Este es uno de los casos de censura por diseño que tiene Facebook, que se suma a la problemática política de moderación de contenidos: ante la sextorsión, por ejemplo, dicen que es un problema lleno de ‘zonas grises’ y normalmente ‘cometen muchos errores’ al responder a las denuncias.

A fin de cuentas, parece que los gigantes de internet se valen de la identidad y el reconocimiento para facilitar la vigilancia y la censura de expresiones que se salen de los formatos deseables y normativos de la cultura patriarcal en la que todavía nos movemos. Por eso, en estos días de marchas y expresiones amigables con la diversidad aprovechamos para sumar nuestros cuerpos en la virtualidad y preguntarnos por la posibilidad de construir calles y encuentros digitales, espacios seguros para la imaginación, la experimentación y la creación; redes libres, abiertas y autónomas, alojadas -¿por qué no?- en servidoras trans-hack-feministas. Por la dignidad, a la manera de cada grupo, en cada lugar. Un carnaval de lucha, celebración y hackeo 🙂

Periodismo, libertad de expresión y seguridad digital

Tamara De Anda es bloguera del diario El Universal y locutora en otros medios de comunicación en México. En marzo de este año, fue víctima de acoso y hostigamiento a través de las redes sociales, luego de denunciar allí mismo haber sido víctima de acoso por parte de un taxista. Decenas de usuarios publicaron amenazas explícitas de muerte contra ella y expusieron sus datos personales, incluida la dirección de su casa. Según datos de la organización Artículo 19, que acompañó el caso, se acumularon alrededor de 250 mensajes por hora, pero este es apenas uno de los innumerables casos de acoso que a diario sufren periodistas a la hora de utilizar las redes como medio de visibilización y denuncia.

Un porcentaje importante de las amenazas en línea pueden convertirse en agresiones físicas a una persona o a su círculo cercano, pueden afectar sus dispositivos o la información que maneja. En muchos de estos casos, se trata de las mismas amenazas que antes se hacían offline, solo que trasladadas al mundo digital: las amenazas de muerte que antes se hacían en papel ahora llegan por Twitter, pero no por eso resultan menos peligrosas.

El creciente uso de las redes sociales para acosar y agredir periodistas puede explicarse por el bajo costo que esto supone. Pero los otros usuarios no son la única amenaza, pues también es creciente la vigilancia y el espionaje de las comunicaciones por parte de los gobiernos. En Argentina, por ejemplo, se confirmó que al menos 33 personas (jueces, fiscales, políticos y periodistas) fueron espiadas por la Agencia Federal de Inteligencia a través de un software malicioso instalado en sus dispositivos móviles.

Asimismo, se ha vuelto cada vez más frecuente la creación de cuentas falsas en redes sociales y las campañas de difamación contra periodistas, una práctica que atenta contra uno de los activos más valiosos para un comunicador: su capital social. La creación artificial de rumores para generar la pérdida de la confianza en un comunicador o en un medio de comunicación (o, como en Turquía, en las redes sociales como entorno para la obtención de información) es una práctica profundamente dañina para la libertad de expresión.

También los ataques distribuidos de denegación de servicio (DDoS) son usados cada vez con mayor frecuencia para impedir o entorpecer el acceso a ciertos medios de comunicación en línea: en 2015, los diarios argentinos Clarín y Página 12 sufrieron este tipo de ataques; en los últimos meses, los medios venezolanos El Pitazo, Correo del Caroní y Caraota Digital enfrentaron ataques similares, todos los cuales resultaron en la caída de estos sitios web durante al menos algunas horas. Este tipo de ataques pueden provenir de agentes estatales pero también de personas u organizaciones interesadas en causar daño, ya que es muy simple llevarlos a cabo, generando una cantidad de solicitudes artificiales al servidor donde se encuentra el sitio web, hasta que este ya no tenga capacidad de responder.

La colaboración efectiva entre los sectores tecnológico y periodístico siempre ha sido, cuando menos, problemática. Los expertos en seguridad suelen recomendar el uso de herramientas como el cifrado PGP, una herramienta excelente en términos de protección, pero compleja en términos de uso y aprendizaje, los cuales requieren una inversión de tiempo y esfuerzo que no muchos periodistas están dispuestos a hacer.

La adopción de herramientas y prácticas de seguridad digital requiere una inversión de tiempo, dinero y capacitación que, aunque es de suma importancia y puede evitar costos mayores al impedir que se materialicen ciertos riesgos, puede ser una dificultad para quienes se encuentran en situaciones de tensión, con restricciones de tiempo y altas cargas de trabajo. Además, a pesar de los innumerables y loables esfuerzos hechos por la comunidad tecnológica para el desarrollo de herramientas y guías que faciliten el acceso del público general a temas de seguridad digital, estos siguen apareciendo como oscuros y complejo para muchas personas.

Por otra parte, resulta al menos problemática la tendencia a desarrollar y utilizar aplicaciones o software especializados para solucionar problemas sociales concretos. La utilidad de este tipo de herramientas está directamente relacionada con la comprensión sobre cómo operan las amenazas en el entorno digital y qué hábitos debemos cambiar, instaurar o fortalecer.

Cada vez existen más mecanismos para la protección y defensa de periodistas; herramientas como Project Shield, de Google, o Deflect, de eQualit.ie, permiten que los medios de comunicación (y en especial los medios de comunicación independientes) se protejan de ataques de denegación de servicio. Pero estos ataques no ocurren en el vacío y no podemos permitir que los aspectos tecnológicos de la protección a periodistas y medios ocupen toda la conversación.

Es importante atender a las dimensiones legales, sociales, políticas y psicológicas de esta violencia y comprender, por ejemplo, la forma en que un ataque de difamación y hostigamiento puede afectar las redes de un periodista, su reputación, su estabilidad psicoemocional y a su entorno íntimo, desencadenando así un efecto de enfriamiento que perjudica la libertad de expresión y por ende, el libre desenvolvimiento de una sociedad democrática.

Organizaciones mexicanas reclaman “mucho ojo” en campaña sobre el sexting

“Mucho ojo en la red” es una campaña de la Fundación Televisa y la Alianza por la Seguridad en Internet (ASI) que pretende alertar a padres y madres de familia acerca de los riesgos de ciertas prácticas en línea como el sexting y el ciberbullying. Sin embargo, su enfoque e imágenes promocionales estigmatizan al sexting y culpan a las víctimas de la difusión no consentida de material íntimo.

“Respétate. Cuidado con lo que compartes” es una de las frases promocionales de la campaña, usada como respuesta a la amenaza, recibida por la víctima, de difundir su fotografía desnuda a toda la escuela.

Es así que la propuesta de la Fundación Televisa falla al no centrar la responsabilidad de la agresión en los perpetradores que atentan contra el consentimiento y la privacidad de las personas en internet, ni en los cómplices que recirculan las imágenes. Por el contrario, culpa a las víctimas y responsabiliza abiertamente a una menor de edad por ser amenazada. Esta manera de excluir de responsabilidad la conducta del agresor/a perpetúa la práctica de violencia en línea contra las juventudes.

La campaña refuerza el estereotipo machista de que las mujeres son las responsables de los actos de violencia que reciben (por cómo se visten, por cómo actúan, por sus prácticas sexuales), al mismo tiempo se asigna una responsabilidad errónea hacia quien genera la imagen, y desvanecen a quienes ejercen la violencia al distribuirlas por represalia e incluso con fines comerciales.

El concepto de sexting se refiere a la realización de fotografías, vídeos o mensajes de contenido erótico o sexual y su intercambio de manera consensuada y libre entre las personas involucradas. Sin embargo, es criminalizado y descalificado sin matices desde un punto de vista moral conservador a través de un llamado a “respetarse”. Se estigmatiza el cuerpo al insinuar que erotizarlo por elección propia es “una falta de respeto”, lo que refuerza una educación sexual basada en miedo, culpa y rechazo a la propia sexualidad. Esta postura paternalista asume que las y los jóvenes son incapaces de ser responsables y de respetar a las otras personas.

La campaña ignora el derecho de autonomía progresiva de las juventudes, reconocido en instrumentos internacionales de los que México es parte. En este sentido, estigmatiza a aquellos que ejercen libremente su sexualidad. Una educación sexual basada en miedo o abstinencia no previene ni reduce conductas de riesgo; hace falta una educación sexual centrada en la toma responsable y segura de decisiones basadas en la información, así como el cuidado de uno/a mismo/a y de las y los otros.

La Fundación Televisa y la Alianza por la Seguridad en Internet deben informar con responsabilidad y no confundir a las niñas, niños y jóvenes. El Código Penal Federal no criminaliza tomarse una imagen y mandarla de forma voluntaria a un tercero dentro de un ambiente de confianza y bajo la presunción de que existe privacidad. Lo que constituye un delito es:

“procurar, obligar, facilitar o inducir, por cualquier medio” a una o varios menores de edad “a realizar actos sexuales o de exhibicionismo corporal con fines lascivos o sexuales, reales o simulados, con el objeto de video grabarlos, fotografiarlos, filmarlos, exhibirlos o describirlos a través de anuncios impresos, transmisión de archivos de datos en red pública o privada de telecomunicaciones, sistemas de cómputo, electrónicos o sucedáneos” así como “revelar, divulgar o utilizar indebidamente o en perjuicio de otro, información o imágenes obtenidas en una intervención de comunicación privada” (artículo 211 BIS, Código Penal Federal).

En lugar de buscar inhibir o disuadir el ejercicio de la práctica del sexting, la campaña de Fundación Televisa debería centrarse en educar a las y los jóvenes sobre cómo practicarlo de manera consciente, segura y responsable, así como invitar a no compartir con terceros imágenes, vídeos y otro tipo de materiales sin consentimiento.

* Este comunicado fue publicado originalmente en el sitio de Internet es Nuestra, coalición por una red libre de violencias.

¿Combatirá Facebook la pornovenganza?

Es una buena noticia porque, contrario a lo que afirmó su director ejecutivo, Mark Zuckerberg, la iniciativa no se centra solamente en el desarrollo de tecnología de inteligencia artificial y reconocimiento facial para la identificación de las imágenes, sino que incluye apoyo emocional, asesoramiento técnico e información a las víctimas.

Por eso se sumaron a la Guía de eliminación en línea y además lanzaron una guía propia. Sin embargo, es una lástima que la organización especializada en el tema, aún en asocio con la red social más grande del mundo, solamente ofrezca soporte en idioma inglés y acompañamiento en territorio estadounidense, lo que sin duda excluye a muchas de las víctimas.

Ante esta limitación parece que, en efecto, el esfuerzo de esta compañía sí está centrado en el desarrollo de tecnologías para probar la coincidencia de las fotos que sean reportadas como “sin consentimiento”, con el fin de evitar que sean compartidas nuevamente en Facebook, Messenger e Instagram. Si alguien trata de compartir la imagen después de que ha sido reportada y eliminada, la plataforma enviará una alerta de violación a las políticas y detendrá el intento de compartirla.

Si bien la iniciativa de Facebook no es suficiente para combatir este tipo de agresión, que es expresión de problemas sociales más allá de la interacción a través de una u otra plataforma, es necesario cuestionar si esta herramienta, efectivamente, protege a las víctimas. Como se sabe, en muchas ocasiones las políticas de la red social han derivado en la censura de imágenes de importante contenido cultural y político, así como de perfiles, tanto personales como no personales, por la difusión de imágenes que contienen cuerpos desnudos, femeninos.

La llamada “pornovenganza” es un tipo de violencia que se ejerce principalmente contra las mujeres, por eso es necesario alertar sobre las soluciones técnicas que, antes como ahora, no han contribuido a hacer de Facebook un espacio más seguro sino más restrictivo para nosotras. Aunque resulta muy útil una herramienta para eliminar las copias de una imagen íntima compartida sin consentimiento, y a pesar de que es imposible controlar que la imagen se difunda en otras plataformas, ¿cómo garantiza Facebook que la selección de las imágenes se hará con criterios justos? ¿Cómo garantiza que no se convertirá en un herramienta de censura? ¿Está dispuesto Facebook a rendir cuentas sobre el uso de inteligencia artificial? ¿Sobre el uso de las imágenes que eliminará de la plataforma?

Reconociendo el modelo de negocio en que está basado Facebook, cuesta imaginar una tecnología desarrollada por ellos que apoye efectivamente a las víctimas de “pornovenganza” y es preocupante que las estrategias de protección estén basadas en el desarrollo de tecnologías intrusivas como el reconocimiento a través de inteligencia artificial que, aunque de hecho ya son utilizadas por la plataforma, contribuyen mejorar los sistemas de monitoreo a usuarios y usuarias.

Proteger los derechos del agresor. Un peligroso precedente judicial

En días recientes, un tribunal paraguayo ordenó a la organización de derechos humanos TEDIC censurar un contenido publicado en su web, donde se evidenciaban los ataques violentos de parte de un conocido youtuber hacia una periodista, a través de un chat grupal de Facebook. En este chat, entre otras cosas, se hablaba de violar a la periodista para «corregir» su orientación sexual. Tras la difusión de estos mensajes por parte de la periodista, el youtuber solicitó un amparo ante la corte, alegando que la publicación de este contenido afectaba su reputación. El amparo fue acordado por la corte, considerando que dicho chat podía «seguir siendo objeto de malas interpretaciones por parte de los usuarios de la red“, y calificando como «insustanciosa» la discusión generada en torno al tema en las redes.

Más allá de sentar un peligroso precedente judicial, este caso trae de nuevo al debate público el tema de la violencia en redes por razón de género, circunstancia que constituye un problema mundial, pero que en América Latina resulta particularmente ubicuo debido a las desigualdades subyacentes. La violencia no es intrínseca a la tecnología sino que reproduce estructuras sociales, como pone particularmente de manifiesto el caso paraguayo. En lugar de convencer, el razonamiento detrás de la lamentable decisión judicial solo evidencia la importancia social y de orden público del problema del acoso en línea por razones de género y orientación sexual. Al descartar el caso como si se tratara de una mera rencilla entre amigos, en lugar de un patente ejemplo de la cultura de la violación prevalente en las sociedades latinoamericanas, la justicia falla en aplicar los principios de derechos humanos que llaman a la protección de las personas discriminadas.

La discusión en torno a las prácticas de violencia de género en línea, descartada por la corte paraguaya como innecesaria, reviste una importancia enorme para permitir a las sociedades avanzar en la resolución de este grave problema. Hace unos meses, la organización mexicana Versus presentó una plataforma sobre la violencia de género en línea, relacionada con el periodismo deportivo. En esta plataforma se evidencia que en este tipo de ataques, el género determina las formas que toma la violencia: se busca restablecer los sistemas que fijan a hombres y mujeres en determinados roles y comportamientos considerados como «propios» de su sexo. Es así como las mujeres, cuyas conductas se salen de los roles tradicionales (ya sea por sus intereses, actitudes, apariencia u orientación sexual) son agredidas en un intento de hacerles replegarse dentro de la conducta permitida.

Así, la tecnología no puede considerarse una causa sino una herramienta. El peligro del acoso en el ámbito digital (comparado con las prácticas de acoso offline de toda la vida) radica en que facilita el acceso a la persona objeto de los ataques, abarata el costo y permite masificar la agresión. Del mismo modo, raramente somos conscientes de la cantidad de información que acumulamos sobre nosotras mismas en línea, información que posibilita ataques de doxxing, o la práctica de recopilar y revelar información sobre una persona con la finalidad de exponerla públicamente.

Este tipo de amenazas, que tienden a ser descartadas como irrelevantes por personas que no son vulnerables a ellas, presentan dos factores de riesgo fundamental: la primera, el impacto que pueden tener en la seguridad y el bienestar emocional de las víctimas, y en su capacidad de expresarse y participar libremente en la sociedad. ¿Se atreverá una mujer a denunciar prácticas de acoso en Paraguay con el precedente judicial de considerar que estas denuncias «afectan la reputación» del agresor? Si expresar nuestras opiniones nos lleva a ser acosadas, ¿nos atreveremos a seguir hablando? Un reporte del instituto Data & Society señala que solo en Estados Unidos, cuatro de cada diez mujeres se han censurado a sí mismas en línea para evitar el acoso.

En segundo lugar, el límite entre lo online y lo offline es cada vez menos preciso. En casos como los del gamergate, los agresores revelaron la identidad y la dirección de las mujeres acosadas y utilizaron plataformas en línea para hacer envíos no solicitados a sus domicilios. Las formas que toma el acoso en línea contra las mujeres, además, suelen ser profundamente más perversas: amenazas de violación y de homicidio, imágenes sexuales y violentas. Al ser legitimadas por la sociedad, estas amenazas pueden materializarse u ocasionar graves daños psíquicos que lleven a las víctimas a causarse daño o incluso al suicidio.

Por otra parte, a la (en el mejor de los casos benévola) ignorancia de los órganos de justicia se suman las (frecuentemente dañinas) prácticas de las compañías que administran estas plataformas. Ofrecer mecanismos un poco más efectivos para lidiar con el acoso tomó años a una red social de las proporciones de Twitter, y aún hoy en día plataformas como Facebook conservan sus políticas de nombre real, exponiendo a diversos tipos de riesgos a las poblaciones LGBTI.

Considerar, como argumenta la jueza en el caso paraguayo, que denunciar prácticas de acoso quebranta la «paz social» es una postura que en sí misma contribuye a fortalecer estructuras de discriminación y agresión contra las mujeres. Es urgente que los órganos de administración de justicia latinoamericanos se pongan al servicio de la justicia, y no de la preservación del statu quo, adoptando medidas que permitan proteger a las víctimas de la violencia y la discriminación. La discusión que se genera a raíz de los casos de violencia de género e identidad sexual es de alta relevancia para el colectivo, y no puede el ejercicio irregular de un derecho anteponerse a la protección de una garantía constitucional, ni del interés público de la sociedad en avanzar la protección a los derechos humanos.

¿Por qué paramos el 23 de febrero?

¿Y qué significa hablar de mujeres en la teconología? Varias cosas a la vez, porque la tecnología no es una cosa nueva, no es solo internet y no son solo las redes sociales. Sin embargo, como sea que se entienda, a veces pareciera que es asunto de hombres: aquellos que discuten y se toman la vocería, aquellos que dirigen las empresas e instituciones, que negocian y gerencian las grandes compañías, que desarrollan y diseñan las plataformas donde nos comunicamos. Aquellos, también, que nos agreden por ser mujeres, por ser visibles, por ser feministas.

La negación distribuida del servicio de las mujeres se propuso para reclamar por la discriminación laboral que sufren las mujeres y personas no binarias que trabajan en la industria tecnológica, una brecha que en América Latina es más que evidente en cualquier escenario de participación económica y oportunidades. Pero no vayamos tan lejos.

En la industria tecnológica las mujeres participan en una proporción mucho menor que los hombres, tanto en los espacios educativos como en los laborales, tanto técnicos como creativos y directivos. Y vale decir que por ejemplo en el caso de la educación, la brecha ha aumentado con los años, en vez de disminuirse. Ahora, vamos por partes.

Si bien hay esfuerzos gubernamentales y corporativos por reducir ‘la brecha de género’ en el acceso a oportunidades en la industria, el problema no termina allí. La tecnología se sostiene con el trabajo de miles de personas sobre quienes tenemos muchos menos datos, además de las pésimas condiciones laborales en que se producen las infraestructuras, los dispositivos y los servicios que utilizamos. Condiciones que, por demás, son mucho peores para las mujeres y personas no binarias, ¿por qué?

Porque más allá de los indicadores y los esfuerzos, la discriminación y las brechas de género constituyen un problema cultural. Porque las mujeres están más llamadas a participar en actividades propias de su cualidades, tales como comunicar u organizar y por esto mismo, las personas no binarias difícilmente encajan en lo que se espera de ellas para el desempeño laboral. Porque, además, internet es un espacio de poder donde son los hombres quienes tienen las últimas palabras.

De otra parte, no son pocos los motivos para manifestarse frente a la variadas situaciones de explotación laboral que han traído las tecnologías: acoso permanente, control natal, amenazas a la estabilidad laboral, en algunos casos, vigilancia y control, entre muchos otros. En Francia, por ejemplo, recientemente se ha regulado el uso de tecnologías de la comunicación dentro y fuera del espacio laboral, en una decisión que podría significar una ganancia para los y las trabajadoras, o una oportunidad para que las empresas regulen el tiempo libre de sus empleados.

Como trabajadoras en el campo de la tecnología, como defensoras de los derechos digitales en América Latina, nos sumamos a la huelga porque consideramos necesario enriquecer las demandas, la crítica y la discusión al respecto. Desde Derechos Digitales llamamos a empresas y gobiernos a visibilizar, rendir cuentas y mejorar la situación de las mujeres en la tecnología, pero sobre todo, celebramos las iniciativas de mujeres y organizaciones por apropiar internet en todos los puntos de su cadena de producción. El 23 de febrero vestimos nuestras redes de #DDoW y permanecemos en paro.

Eliminar la violencia de género con un clic

La violencia contra las mujeres está clasificada como un problema global de salud pública: 35% de las mujeres en todo el mundo han experimentado violencia física o sexual a lo largo de su vida, según cifras de la Organización Mundial de la Salud. La ubicuidad de la tecnología con frecuencia hace aparecer intentos de solucionar problemas humanos y sociales a través de implementaciones de software, y es así como en años recientes se han desarrollado aplicaciones en diversas partes del mundo con miras a resolver este problema, a través de diferentes aproximaciones. Algunas intentan educar a las mujeres sobre las señales tempranas del abuso doméstico, otras ofrecen mecanismos para alertar a ciertos contactos en caso de emergencia. Pero ¿pueden ofrecer estas aplicaciones una solución real a un problema tan complejo? ¿Cuáles son las implicaciones de entregar nuestra información personal en este tipo de aplicaciones?

El mismo principio se repite a través de diferentes aproximaciones tecnológicas: aplicaciones como Circle of 6maria o EasyRescue permiten a la persona en riesgo enviar una alerta con su ubicación a un contacto de confianza.  En Chile hace poco se desarrolló la aplicación Caperuza, que accede a la información de contactos de Facebook de la usuaria así como a sus datos de GPS y le permite elegir a uno o varios contactos que pueden acceder a su información de ubicación. Además, la mitad de las aplicaciones existentes en el mercado y orientadas a mitigar la violencia de género ofrecen algún tipo de «botón de pánico», mientras que «Contactos de Confianza», aplicación nativa de Google, lleva a cabo una función similar al permitir a una persona solicitar la ubicación del GPS del dispositivo de otra, que previamente le ha designado como su contacto de confianza.

Sin embargo, la utilización de este tipo de aplicaciones plantea una serie de preocupaciones respecto a la privacidad de la usuaria. Iniciar sesión en una aplicación de este tipo a través de Facebook permite a esta red social acceder a nuestra ubicación; en el caso de “Contactos de Confianza”, la aplicación requiere acceso constante al GPS del dispositivo; esto sin contar con que los teléfonos móviles son los dispositivos más inseguros y los que poseen mayor información sobre nuestras actividades. Y no se trata solo de que una empresa tenga acceso a los datos de sus usuarios; monitorizar la actividad del teléfono o la computadora de una víctima es una práctica común por parte de personas abusivas, y dependiendo de la situación, muchas de estas aplicaciones podrían facilitar, en vez de dificultar, la vigilancia de la víctima por parte de su abusador. Según el grado de capacidad técnica del agresor, la cantidad de información a la que sea capaz de acceder a través del dispositivo de la víctima o de sus redes sociales puede incluso comprometer a sus contactos de confianza.

Dependiendo del contexto, una aplicación puede resultar útil o agravar un riesgo. Si quien agrede forma parte del entorno cercano a la víctima, y por ende está en capacidad de revisar sus dispositivos, podría encontrar la aplicación y reconocerla. Por esta razón, muchas de ellas utilizan un icono que disimule su verdadera función u ofrecen protección bajo contraseña, aunque en ciertas ocasiones una aplicación protegida con contraseña puede llamar más la atención del agresor y aumentar así el riesgo. Por otra parte, el agresor podría ser un desconocido, y en este caso la posibilidad de indicar con rapidez a un contacto de confianza la ubicación específica de la víctima resulta más valioso.

Por eso es tan importante comprender el modelo de amenazas que cada persona enfrenta, antes de elegir una pieza de software que ofrezca mayor seguridad. Una aplicación que requiera acceso físico al teléfono para enviar una alerta puede no resultar útil si el modelo de amenazas considera la posibilidad de que el agresor restrinja el acceso de la víctima al dispositivo.

Lo que es más grave, un estudio del Centro de Investigación sobre Violencia y Abuso (CRiVA) que examinó el uso de estas aplicaciones, llegó a la conclusión de que su eficacia no está clara y, en muchos casos, un SMS podía producir el mismo efecto. Según la investigación, este tipo de aplicaciones podrían incrementar la tendencia a culpar a las víctimas y así contribuir a la mercantilización de la seguridad de las mujeres. Al generar una expectativa de que las mujeres inviertan tiempo y energía en su propia seguridad, la atención sobre la responsabilidad de la violencia de género se transmite a la víctima.

Estas consideraciones nos llevan de vuelta a uno de los grandes problemas que plantea el uso de tecnología para la solución de problemas sociales complejos. Intentar resolver problemas a través de una aplicación con frecuencia no es más que aplicar compresas tibias a una enfermedad grave: sí, debemos ofrecer a las mujeres (y en general, a las víctimas de violencia) herramientas para protegerse de situaciones de riesgo, pero no debemos permitir que esto oculte el origen estructural, social y cultural de la violencia de género, cuya solución requiere de la implementación transversal de políticas públicas adecuadas. Mientras las raíces profundas del problema no sean resueltas, fomentar el uso de aplicaciones para minimizar las consecuencias de la violencia de género podría estar contribuyendo a perpetuar la peligrosa creencia de que la seguridad de las mujeres es su propia responsabilidad.

Por la eliminación de las violencias contra las mujeres

Luego de su denuncia, en el grupo donde inicialmente se la había comparado con un trozo de comida, apareció una nueva imagen de ella con un ojo morado, bajo el título “cuando el heteropatriarcado te pone en tu lugar”. Ante este hecho, que fue comentado por la columnista feminista Catalina Ruiz Navarro, se generó un debate público alrededor de la función social del humor y el ejercicio del derecho a la libertad de expresión en internet, frente al derecho de las mujeres a vivir libres de violencias.

En la Universidad de Los Andes, por ejemplo, algunas estudiantes se manifestaron pintándose un ojo morado, a lo cual los administradores del grupo (en su mayoría hombres) respondieron armándose de bates y pistolas de papel para reivindicar su derecho al humor y reafirmar el carácter inofensivo de sus acciones. Y todo el debate se trasladó nuevamente a las redes sociales.

Ante este tipo de hechos, socialmente se suele cuestionar la relación –directa o indirecta- entre una agresión en línea y la violencia física contra las mujeres, así como contra grupos LGBTI. Sin embargo, desde hace varios años se han venido documentando y caracterizado patrones de agresión, y a nivel internacional se ha avanzado en el reconocimiento jurídico de dicha violencia, sobre todo a través de mecanismos de protección para niños, niñas y adolescentes.

Las principales víctimas de la violencia en línea son las mujeres con perfiles públicos y que participan en espacios de comunicación (como periodistas, investigadoras, activistas y artistas), junto con aquellas que sostienen una relación de pareja violenta y quienes han sobrevivido a la violencia física o sexual. Esto evidencia que la violencia en línea es una extensión de las formas tradicionales de violencia contra las mujeres y en esa medida debe ser combatida, lo cual supone por lo menos dos problemas: la asignación de responsabilidad a proveedores de servicios de internet y las posibles limitaciones al ejercicio de la libertad de expresión, como resultado de acciones de protección que puedan tender a la censura arbitraria de contenidos.

En Colombia, ante un precario desarrollo legal en la materia, para el reconocimiento de este tipo de violencia es necesario apelar a los delitos de injuria y calumnia, a delitos informáticos o eventualmente a la ley antidiscriminación. Aun así, es difícil garantizar que se adelantará una investigación y que llegará a término, y es aún más difícil garantizar la protección efectiva de la víctima. Este panorama es alarmante si se tiene en cuenta que durante 2015, en el país se denunciaron 16 mil casos de violencia sexual y 1.007 mujeres fueron asesinadas. Y el caso colombiano no se destaca frente a las cifras de feminicidio en otros países de la región y el mundo.

Por eso, en el día por la eliminación de la violencia contra las mujeres #25N es necesario, una vez más, reconocer la importancia de trabajar conjuntamente por construir espacios físicos y virtuales libres de violencias contra las mujeres, las comunidades LGBTI y las disidencias sexuales.

Un reto urgente en la discusión de derechos humanos en la red

Hace solo algunos días, a pocas cuadras del intercambio “Gobernanza de internet y género” organizado en la Ciudad de México por la Asociación por el Progreso de las Comunicaciones (APC) y en el que estábamos invitados, hubo un tiroteo que terminó con el asesinato de cinco personas, cuatro de ellas mujeres. Entre las víctimas están Nadia Vera, parte del movimiento #Yosoy132, y el fotoperiodista Rubén Espinosa -amenazado de muerte por su labor-, por lo que algunos activistas han calificado estos asesinatos como un crimen contra la libertad de expresión y la defensa de los derechos humanos en México.

El asesinato de las mujeres fue especialmente macabro: fueron violadas y presentaron signos de tortura, además de un tiro de gracia en sus nucas. Como si alguien hubiese decidido, al igual que en tantos otros femicidios en México, que los cuerpos de las mujeres son un lienzo ideal para machacar mensajes de terror a la sociedad.

En este contexto, donde el patriarcado se desenvuelve con una violencia e impunidad angustiante, en el intercambio de APC hubo testimonios sobre mujeres y miembros de la comunidad LGBTI que encuentran en internet un espacio de reunión, información, organización, exploración y libertad de expresión, al mismo tiempo que  ven cómo la red se ha transformado en un lugar de amenazas, acoso, vigilancia y miedo, al punto de afectar la estabilidad emocional tanto de sus familias como de ellas y ellos mismos.

La sincronía macabra de sus testimonios de acoso en internet con la violación, tortura y asesinato de las cuatro mujeres logró dejar algo claro: es indiscutible que la violencia de género que ocurre en el mundo off-line se reproduce también en el online, con la salvedad que el impacto comunicativo de este último es aún más amplio.

Cuando se enfrenta este tipo de testimonios tan desgarradores, se deja claro que la discusión sobre los derechos humanos en internet tiene que decantar a un nivel más complejo que su defensa sin consideraciones de clase social, etnia, edad o género. La defensa de los derechos humanos por default, sin hacer estas salvedades, muchas veces termina siendo colonizada por y para personas privilegiadas.

Por ejemplo, con mucha razón se ha criticado el mal llamado “derecho al olvido” en internet porque podría atentar contra la libertad de expresión; no obstante, aquello no nos puede dejar sin pensar en respuestas para que mujeres o integrantes de la comunidad LGBTI que han sido víctimas de filtraciones no consentidas de material íntimo en internet o de campañas de desprestigio por el solo hecho de su género, tengan legítimo derecho a solicitar el borrado de esa información.

En este contexto, si la defensa de los derechos humanos termina siendo la excusa para que internet sea otro espacio más de las personas privilegiadas, es tiempo de forzar el cambio. De extender puentes entre los distintos defensores de derechos humanos (organizaciones de mujeres, género, derechos digitales, entre otras) para resolver la posible tensión en nuestras posiciones y proyectar políticas públicas que busquen la armonización de derechos acordes al reto. No es fácil hacerlo, pero la discusión llega a una madurez tal que es tiempo de  buscar soluciones locales y regionales que den cuenta de nuestras realidades y trabajar para que internet sea un espacio de desarrollo y tolerancia para todos y todas.

Ese fue el llamado que hicimos a un salón casi lleno -que denota el creciente interés en el tema- en la mesa de discusión “Ciberacoso: ¿cómo enfrentar la violencia de género en línea?” que organizamos en Ciudad de México junto a APC y Social TIC. Y si ese compromiso termina con que nos califiquen como “feminazis” (?), como ocasionalmente nos han increpado cuando en nuestras redes sociales levantamos temas de género y tecnología, será el signo inequívoco de que vamos por el buen camino.