¿Qué sigue con la Ley Telecom?

En México, la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión, conocida como “Ley Telecom”, fue objeto de muchas controversias y debates a mediados de 2014. Dos años después de que el movimiento #YoSoy132 irrumpiera las elecciones en contra del ahora presidente Enrique Peña Nieto, el Gobierno buscaba promulgar una ley que atentara contra la neutralidad en la red y bloqueara señales de internet durante protestas.

Gracias a la resistencia social, muchas de estas propuestas no prosperaron; sin embargo, nefastas reglas sobre vigilancia de comunicaciones privadas se convirtieron en ley de la federación, en los artículos 189 y 190. Estos artículos ponen seriamente en riesgo el derecho a la privacidad de los mexicanos. Por esa razón, la constitucionalidad de tales normas será revisada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en un juicio promovido por la Red en Defensa de los Derechos Digitales (R3D).

La ley obliga a las empresas de telecomunicaciones a “colaborar con la justicia” en varios aspectos que tienen que ver con la entrega de información para ayudar a las investigaciones. En principio, esto parecería un objetivo válido y legítimo en un país donde el narcotráfico y el crimen organizado son una realidad cotidiana. Basta recordar las fugas del líder del cartel de Sinaloa, el Chapo Guzmán, para entender el ánimo del aparato estatal de requerir de esta colaboración.

Sin embargo, dos de estas obligaciones se convierten en medidas desproporcionadas para esos fines, pues afectan más derechos de los que terminan asegurando. Además, no se establece la necesidad de una orden judicial para controlar qué informaciones se entregan, eliminando resguardos elementales para el derecho al debido proceso.

El primer problema es la localización geográfica en tiempo real. Las empresas de telecomunicaciones deben entregar toda información sobre la ubicación de sus usuarios que permita encontrarlos dondequiera que estén, a “autoridades” que no se encuentran especificadas (artículo 190, fracción I). Con esto cualquier autoridad puede rastrear a cualquier usuario, sin controles previos. En un país con un serio déficit democrático y en el que funcionarios públicos son los principales responsables de agresiones a periodistas y disidentes, la medida podría ser utilizada fácilmente para perseguir voces incómodas dentro del marco de la legalidad formal.

En segundo lugar, estas empresas deben conservar un registro y control de todas las comunicaciones que se realicen desde cualquier tipo de línea para identificar datos como el nombre, domicilio, tipo de comunicación, origen, número de destino, ubicación geográfica, fecha, hora y duración, identificación y características técnicas de los dispositivos. Esta retención se obliga por un periodo hasta de dos años, para permitir que las “autoridades competentes” puedan acceder a ellas y consultarlas en tiempo real.

El problema es el mismo: no se pide orden judicial y no se aclara qué autoridades pueden acceder a estos datos. Además, la retención por un periodo de dos años es demasiado larga si se piensa en la investigación de crímenes en en un juicio.

La retención no se refiere al contenido de las comunicaciones (es decir, a los mensajes intercambiados) sino a los “metadatos”, que aunque no versen sobre el contenido mismo pueden revelar mucho más que estos últimos. La ley mantiene dicha obligación de retención, aun cuando se ha reconocido en tribunales internacionales que se trata de una forma de vigilancia masiva, contraria a los derechos humanos.

Hasta ahora no sabemos si estas medidas han ayudado efectivamente a combatir el crimen organizado, pero ni aun en ese caso sería aceptable una invasión tan profunda y extensa a los derechos fundamentales de los mexicanos.

Acercándonos al fin del proceso judicial de revisión de estas reglas, esperamos que la Suprema Corte de Justicia mexicana haga valer las reglas constitucionales y los estándares internacionales, y opte por proteger los derechos de la población en lugar de ceder ante una retórica de seguridad sin evidencia. Al igual que otras organizaciones, Derechos Digitales pronto dará su opinión formal al tribunal.

TPP: la lucha recién comienza

Después de siete años de negociaciones secretas, los doce países que integran el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) firmaron el documento final este 4 de febrero en Nueva Zelandia. El tratado fue negociado en secreto, a espaldas del público, e ignorando los derechos humanos de los ciudadanos de los países involucrados. Chile, México y Perú son parte de ese grupo.

En los países participantes ha habido oposición y múltiples protestas por la afectación al derecho a la salud, los derechos laborales, ambientales y a los mercados agrícolas nacionales. El propio Banco Mundial publicó recientemente un informe analizando la mínima ganancia económica que este “tratado de libre comercio” implicaría para los países involucrados: apenas un 1.1% de aquí a 2030, con cifras menores para países que forman parte del TLCAN. Alfred de Zayas, experto independiente de la Organización de Naciones Unidas, denunció al tratado como un documento “con grandes fallas” que entra en conflicto directo con los derechos humanos.

Pero poco de esto importó el 4 de febrero.

Si bien la firma en sí no crea obligaciones legales, es el primer paso para que el texto del TPP se adopte en las leyes nacionales de cada país involucrado. Con la excepción de tres países (el sultanato de Brunei, Malasia y Singapur), la palabra ahora la tienen los poderes legislativos de cada país firmante. Corresponde a los Congresos “ratificar” el documento, sin que puedan modificar una sola coma de la negociación.

En Derechos Digitales hemos documentado ampliamente cómo este tratado afecta la libertad de expresión, la privacidad y la innovación en internet. Ahora con el texto final del tratado ya firmado, podemos hacer un recuento de los puntos más preocupantes.

Dos capítulos son especialmente preocupantes. El primero, sobre comercio electrónico, donde existen varias disposiciones que amenazan la neutralidad en la red y afectan el derecho a la privacidad. Por ejemplo, el artículo 14.11 establece que los países deberán permitir “las   transferencias   transfronterizas   de   información   por   medios electrónicos, incluyendo la información personal”, estableciendo salvaguardas vacías para garantizar la protección de derechos a beneficio de grandes compañías privadas. En tanto, el artículo 14.10 establece varios derechos para los consumidores, entre ellos acceder y utilizar los servicios y aplicaciones de su elección disponibles en Internet, sujeto a una administración razonable de la red. Sin embargo, el pie de página establece que si un proveedor ofrece a los suscriptores exclusividad en cierto contenido, no se viola este principio de “administración razonable”, cuando en realidad es una excepción flagrante al carácter neutral de internet.

En cuanto al capítulo de propiedad intelectual, existen disposiciones problemáticas en tres puntos específicos. Primero, en cuanto al aumento de plazos de protección a derechos de autor que se protegen durante la vida de los mismos y hasta 70 años después de su muerte (Artículo 18.63). Hasta ahora, México tiene el estándar en 100 años mientras Perú y Chile lo tienen ya en 70, desde la muerte del autor. Si en un futuro se buscan reducir los plazos, el TPP lo hará imposible. Esto se traduce en un beneficio económico directo para Estados Unidos, principal exportador neto de productos y contenidos protegidos por derechos de autor en el mundo, con una fuerte industria de licenciamiento también protegida hasta el exceso.

Como una débil contraparte a este intenso resguardo de intereses privados, los artículos 18.65 y 18.66 establecen que cada país “procurará alcanzar” un equilibrio para establecer excepciones en materia de “crítica; comentario; cobertura de noticias; enseñanza, becas, investigación”. Dado que las mismas no son obligatorias, los derechos de los usuarios y consumidores quedan fuera de los deberes de implementación.

Para el retiro de contenidos que infringen derechos de autor en internet, el TPP establece un régimen de responsabilidad de proveedores de servicios de internet que sigue la lógica de la Digital Millenium Copyright Act (DMCA) estadounidense. [Artículos 18.81 y 18.82]. Se obliga a compañías como Google, Facebook -o sus equivalentes nacionales- a retirar contenido que “infrinja” derechos de autor en cuanto tengan conocimiento efectivo de ello. De no hacerlo, pueden incurrir también en responsabilidad. Sin salvaguardas judiciales, este sistema ha llevado a millones de actos de censura, incluso contra actos legítimos de expresión y de creación, bajo la amenaza de responsabilidad sobre el intermediario. Inclusive en países como México y Ecuador se utiliza para eliminar contenido disidente de la autoridad política.

En cuanto a las sanciones contra la elusión de medidas tecnológicas de protección, el TPP eleva el estándar para la imposición de penas, no solo para quien a sabiendas eluda las medidas, sino también para quien lo haga teniendo motivos razonables para saber. Estas medidas permiten que los titulares de derechos controlen el acceso y reproducción de las obras, música o libros legalmente adquiridos. Por ejemplo, en las restricciones geográficas que antes tenían los DVD o en las restricciones de formatos de lectura de los libros electrónicos. Se incluyen sanciones no solo civiles, sino también criminales contra quienes se demuestre que, con conocimiento, realizó actividades de elusión y obtuvo beneficios comerciales.

Como ha sido repetido hasta el cansancio, de los 30 capítulos, solo 6 tienen que ver con medidas de libre comercio. Los estudios han demostrado beneficios magros o nulos, pero grandes riesgos para intereses tanto económicos como de derechos humanos.

¿Por qué firmar un tratado que con un mínimo impacto económico, y grandes costos en términos de derechos humanos? Ahora que la ratificación depende de los órganos legislativos y democráticos de cada país, esa pregunta persiste. Pero al mismo tiempo esa pregunta se convierte en una arma de lucha: por qué deberían nuestros órganos democráticos aceptar esta imposición de condiciones de una economía que no queremos, de un esquema de negocios que intercambia libertad por beneficios inexistentes.

Después de años de secretos y mentiras, doce países han firmado TPP. Pero la lucha por el rechazo de su aprobación e implementación, y por la defensa de la democracia en los países en desarrollo, recién está comenzando.

Free Basics y las batallas políticas de internet

Mark Zuckerberg, el CEO de Facebook, ha dicho que la misión fundamental de su compañía es conectar a las personas, por lo que no descansará hasta que los 5 mil millones que actualmente no tienen acceso a internet en el mundo, estén conectados a la «red de redes». Para lograrlo, implementó en diversos países en vías desarrollo el proyecto Free Basics (antiguamente conocido como Internet.org) el que, se suponía, debía ser recibido con los brazos abiertos por los habitantes locales.

Actualmente el servicio funciona así: Facebook se asocia con proveedores de internet locales y ofrece una aplicación que las personas pueden bajar en sus celulares -no necesariamente inteligentes- y obtener entonces acceso a ciertos servicios en línea (que incluyen Facebook y WhatsApp, más otros que varían en cada país) sin necesidad de gastar sus planes de datos. Para Zuckerberg, Free Basics es el impulso que necesita la gente pobre para valorar internet y decidirse a gastar parte de su presupuesto mensual en una conexión a toda internet.

No obstante, en la actualidad Zuckerberg enfrenta uno de los momentos más álgidos de su proyecto. Y es que a principios de diciembre del 2015, la Autoridad Reguladora de Telecomunicaciones de India (TRAI), ordenó al proveedor de internet Reliance Communications -socio de Facebook para ofrecer Free Basics- suspender temporalmente el servicio en el país. La razón se debe a una larga polémica sobre si a un operador de telecomunicaciones le debe ser permitido tener precios diferenciados para diferentes tipos de contenido. Mientras aquello se resuelve, no solo se suspendió temporalmente el servicio, sino que la TRAI se abrió a los comentarios de múltiples partes interesadas para su último documento que trata justamente esta materia.

Ahí se desató la batalla.

Por un lado, con una campaña destinada a desacreditar la opinión de activistas opositores, Facebook ha destinado enormes recursos para repletar de publicidad a favor de Free Basics las calles, los medios de comunicación y su propia plataforma. Por su parte, un importante sector de la sociedad civil, la academia y privados se han reunido bajo la coalición Save The Internet para levantar oposición al proyecto emblema de Zuckerberg.

Hasta ahora, parte importante de los argumentos en torno a la discusión sobre Free Basics y, en general, sobre servicios zero-rating tanto en India como en otros países, se concentran en si la neutralidad de la red es un principio real y deseable en internet, y si aquel -en su existencia- podría tener excepciones. Muy relacionado con esto, se discute si la neutralidad de la red es una barrera o una garantía para el acceso a internet y, más específicamente, si es conveniente -económica y políticamente- que sea Facebook y un puñado de empresas las que decidan qué aplicaciones son parte de una internet gratis y cuáles no.

Pero con la discusión en India queda en evidencia que una aproximación meramente técnica no es suficiente si no se consideran las diversas dimensiones de poder que cruzan el debate.

Y es que más allá de la discusión sobre la neutralidad de la red y el acceso, hay incomodidad en cómo Facebook ha llevado a cabo el proyecto Free Basics en los distintos países del tercer mundo: por un lado, con poca o nula participación local; y relacionado con lo anterior, con la receta lista desde el primer mundo de cuál es la internet que el tercer mundo merece, como si hombres blancos y acomodados de Silicon Valley supieran mejor lo que países en vías de desarrollo -nuestros países- necesitan.

Ante la crítica política, Facebook ha reaccionado agresivamente. Para sus defensores, los reclamos solo responden a una suerte de antiamericanismo presente en el país. De hecho, Zuckerberg escribió una editorial en India y calificó como “afirmaciones falsas” los argumentos contrarios a Free Basics, lo que le valió la respuesta, con algo de sorna, de Quartz India que tituló: “Mark Zuckerberg no puede creer que India no esté agradecida de la internet gratuita de Facebook”.

La reacción de Free Basic incluyó una campaña que, entre otros recursos offline, tiene como eje la propia plataforma de Facebook. Como miles de activistas y organizaciones alrededor del mundo que día a día utilizan Facebook para dar a conocer sus campañas de incidencia, esta vez el dueño del servicio decidió también ocuparlo para esos fines. No habría nada de malo en aquello, sino fuera por las acusaciones que denuncian las barreras que la compañía le impone a la campaña contraria, Save The Internet, además de otras acusaciones.

Se trata de preocupantes denuncias sobre la manipulación de la opinión pública local. Con todo, el hecho nuevamente demuestra que la batalla de Free Basics excede el debate sobre la neutralidad de la red y pone luz sobre otra preocupante dimensión política en las discusiones sobre derechos en internet: el poder del algoritmo.

Refiriéndose a este hecho y el poder de las corporaciones tecnológicas, Evgeny Morozov afirma que “podríamos estar presenciando el nacimiento de una nueva, potente y altamente descentralizada aproximación al lobby, donde los ciudadanos se fusionan con los algoritmos para neutralizar cualquier amenaza a[l] culto [de Silicon Valley]” (traducción propia).

Estas denuncias ponen de manifiesto la fragilidad de nuestros derechos cuando el algoritmo es cerrado, sin atisbos de transparencia, y ponen especial advertencia a la fragilidad de la libertad de expresión de miles de personas y organizaciones que usan plataformas privadas como Facebook para hacer activismo.

Pero el asunto se hace especialmente peligroso cuando ese algoritmo -poco transparente y con posibilidades de ser políticamente manipulado- es parte de las pocas plataformas a las que una persona puede acceder a través de servicios zero-rating como Free Basics. Cabe preguntarse entonces si es válido el argumento de que los servicios zero-rating son en cualquier condición habilitadores de derechos como la libertad de expresión de las personas. Se olvida muchas veces que estos se tratan de servicios muy específicos de corporaciones privadas con poder total sobre su código.

La reacción de Facebook ante los atendibles argumentos indios -no solo de activistas, academia y sector privado, sino también del Estado- hacen pensar que esta batalla va mucho más de los argumentos técnicos, sino que tiene claros ribetes de lucha de poder político en un país que representa el segundo mercado después de EE.UU. para la compañía. Se trata de una suerte de neocolonialismo digital que abunda en las discusiones políticas de internet, donde no solamente el norte reclama dominios sin contrapesos al sur, sino que muchas veces son las grandes corporaciones las que dominan la conversación por sobre cualquier soberanía local.

Considerando que Free Basics es una realidad en muchos de nuestros países de América Latina, creer que la discusión solo se trata de neutralidad de la red y acceso puede ser un equívoco: observar con atención lo que ocurre en India nos puede ayudar a entender el verdadero alcance de las discusiones “técnicas” en internet.

Agenda Digital 2020: una vaga lista de deseos

Desde el mandato del Presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle (1994-2000), cada gobierno presenta una nueva Agenda Digital, un plan de desarrollo para el país respecto a las “tecnologías de la información”, con una serie de hitos y propuestas de modernización. Lamentablemente, en lugar de ser un indicador del interés por establecer políticas públicas a largo plazo, las agendas digitales no han sido más que un cúmulo de medidas más o menos ambiciosas, con consecuencias inmediatas y sin una política pública propiamente tal que las oriente. La agenda de la presidenta Bachelet, presentada recién a fines de noviembre, no es diferente e instala nuevas preguntas.

La Agenda Digital 2020 se presenta ambiciosamente como una hoja de ruta con 60 medidas concretas, pero el documento no presenta una estructura ejecutiva adecuada para la gestión de dichas medidas, ni tampoco una guía de principios que explique por qué se priorizan algunas y no otras: las medidas propuestas no tienen responsables, plazos ni mecanismos de evaluación.

Ignorando las peticiones de la sociedad civil y el sector privado por una visión común y a largo plazo, la Agenda Digital 2020, al igual que sus predecesoras, hace borrón y cuenta nueva: ¿Qué medidas concretas de la Agenda Digital del Presidente Piñera se han mantenido? ¿Cuáles se han descartado? ¿Por qué razones? ¿Cómo se evaluó el proceso de confección de la agenda anterior y las medidas que en base a ella se materializaron? Todas son preguntas que la Agenda actual elude y que debieran ser el punto de partida para un plan de futuro. Al mismo tiempo, la Agenda incluye medidas que ya están en ejecución y que, curiosamente, no necesitan de ella para tener éxito.

Pese a tener un capítulo completo dedicado a “Derechos para el entorno digital”, la Agenda Digital 2020 no incluye referencia alguna a aspectos vinculados a neutralidad de la red, libertad de expresión en el entorno en línea o medidas para enfrentar la vigilancia privada en internet. ¿Qué hay en ese capítulo entonces? problemáticas que poco tienen que ver con el ejercicio de derechos, tales como el impulso a la firma electrónica, aranceles o tributos digitales.

Por otro lado, hay una mención expresa a la esperada nueva Ley de Datos Personales, que anuncia será enviado “próximamente” al Congreso, pese a ser parte de la Agenda de Probidad desde mayo de 2015, sin que a la fecha exista claridad sobre el plazo de presentación ni de las autoridades responsables.

Chile ha sido pionero en temas regulatorios y digitales en el pasado: fue el primer país en el mundo en tener una ley de neutralidad de la red, que ha servido como referente en otras regiones del mundo; ejemplar es también nuestro modelo de responsabilidad de intermediarios en materia de derechos de autor, que resguarda la libertad de expresión y los derechos autorales al exigir orden judicial para la remoción de contenidos eventualmente ilícitos. Pero al revisar la Agenda Digital 2020, no hay indicios de una política pública que permita que el país mantenga su posición de liderazgo regional en materia de tecnología y desarrollo.

Pese a tener una oportunidad única, el gobierno de la Presidenta Bachelet muestra con esta agenda mucha tibieza y falta de compromiso para avanzar hacia una política pública digital abierta, inclusiva y protectora de derechos.

Esperamos que aún estemos a tiempo para encaminar un plan de desarrollo digital que no responda solo a problemáticas propias de fines de los noventa en Chile, sino que mire hacia el futuro e incluya una agenda de derechos robusta. El punto de partida para ello es tener una política pública que de no existir, inserta un razonable manto de dudas respecto de la idoneidad y alcance de las medidas anunciadas en esta hoja de ruta.

Cómo la paranoia y la ignorancia producen proyectos de ley lesivos para ti e internet

En el marco de la semana de la Ciberseguridad de la Organización de Estados Americanos (llevada a cabo en México con opacidad y poca participación de la sociedad civil) el senador mexicano Omar Fayad presentó la iniciativa de la Ley Federal para Prevenir y Sancionar los Delitos Informáticos.

Para el senador y su partido, internet es un terreno inhóspito y peligroso, un “campo fértil para la delincuencia, que ha encontrado nuevas formas para consumar delitos a través de medios electrónicos.” Bajo este pretexto, su ánimo es en favor de la censura y en contra de la privacidad. Todo con el fin de “protegernos.”

La iniciativa presenta dos problemas principales. Primero, limita el derecho a la privacidad en internet al obligar la retención de datos y facultar a una nueva unidad de la Policía Federal para que “vigile nuestras comunicaciones” [artículo 6, II] y opere “códigos maliciosos” para protegernos. Segundo, pone en riesgo la libertad de expresión en internet porque regula el acoso y la llamada “porno-venganza” de manera excesivamente amplia, además de establecer un régimen de responsabilidad penal para los administradores de sitios de internet.

Pensar en otorgar más facultades de vigilancia es peligroso en un país donde la policía mata a civiles y el gobierno espía a opositores y periodistas. La tendencia debería ser justamente la contraria. La iniciativa faculta a una nueva unidad especializada de la Policía Federal para que “operen laboratorios de códigos maliciosos, electrónica forense y nuevas tecnologías” e intentar así prevenir la comisión de delitos informáticos [Artículo 9, fracción II]. Si bien se castiga con dos a seis años de prisión a quien “utilice armas informáticas o códigos maliciosos”, al parecer, estas sanciones no aplican a las autoridades [Artículo 18].

Por si fuera poco, se reafirman los problemáticos artículos 189 y 190 de la Ley Telecom, extendiendo las obligaciones de retención de datos a proveedores de servicios de internet y no solo a compañías de telecomunicaciones [Artículos 11 y 12].

Por otro, lado se pretende regular dos importantes temas en la agenda de género: el acoso y la divulgación de imágenes íntimas sin consentimiento. Pero sin una perspectiva de género adecuada, la iniciativa toma una postura a favor de la censura en internet.

En primer lugar, el proyecto contempla penas de entre seis meses a dos años de prisión a quien, a través de medios informáticos, “acose, hostigue, intimide, agreda o profiera cualquier forma de maltrato físico, verbal o psicológico en contra de usuarios de internet de forma reiterada y sistemática”. Pero estas categorías son tan amplias que básicamente pueden incluir cualquier tipo de crítica realizada, por ejemplo, a funcionarios o personajes públicos.

En el caso de la “divulgación de imágenes íntimas sin consentimiento” en el artículo 38 se sanciona con entre seis y quince años de prisión a quien, sin consentimiento de la persona afectada, “difunda, publique, copie, reproduzca, comparta o exhiba” imágenes, audio o videos de contenido sexual o erótico. El problema es que la misma pena se quiere aplicar a los administradores de sitios de Internet que no bajen estas imágenes de manera inmediata a solicitud de la persona afectada.

Además de lo poco plausible de este mecanismo (que explique el Senador cómo va a meter a Mark Zuckerberg a la cárcel cuando se publiquen fotografías íntimas en Facebook), lo que se genera es un sistema de monitoreo privado por parte de las empresas y proveedores de servicios de internet, con el riesgo de terminar dando de baja más imágenes de las que deberían, ante las dudas y buscando no ir a la cárcel o pagar grandes multas.

Una iniciativa así debe al menos discutirse públicamente para evitar que la libertad en internet se restrinja de manera desproporcionada, con la justificación de un discurso paranoico.

El TPP y las medidas tecnológicas de protección

El TPP ha sido denunciado por la ciudadanía como un tratado comercial que al proteger a las empresas, afecta la innovación, la sana competencia y nuestros derechos como consumidores. El apartado que habla de las medidas tecnológicas de protección es precisamente esto.

Suena complicado, pero las medidas tecnológicas de protección son una especie de “candados digitales” que permiten que los titulares de derechos controlen el acceso y reproducción de las obras, música o libros de su creación. Pensemos en las restricciones geográficas que antes tenían los DVD, o en los límites de tiempo de iTunes cuando arrendamos una película y tenemos un plazo para verla: el sistema simplemente no nos deja hacer más. Estos “candados” pueden aplicarse a casi cualquier contenido digital: software, archivos en PDF, eBooks, páginas de contenido académico, etcétera.

Lejos de ser un sistema justo para proteger derechos de autor, las disposiciones sobre medidas tecnológicas de protección que contiene el TPP son excesivas e impiden cualquier otro uso, inclusive aquellos que tenemos como consumidores y propietarios de lo que compramos. Es decir, que no permiten desbloquear y disponer de nuestros aparatos tecnológicos; ni copiar o compartir música, libros o películas para uso personal y académico de manera legítima.

Se trata de un modelo anquilosado y muy cuestionado incluso desde el país que ha exportado este modelo regulatorio: los Estados Unidos, mediante la DMCA de 1998. Ya para la tecnología de esa época se trataba de una grave restricción normativa para los derechos de los consumidores. Pero al extenderlo al siglo XXI, esta protección legal de los candados técnicos dificulta actividades tan cruciales como la obtención de la información necesaria para detectar fallas de seguridad en programas de computación; y retrasa la innovación y la creatividad evitando que surjan productos que puedan generar competencia.

Se establece que cada país debe implementar sanciones contra las personas que a sabiendas o –de manera más amplia y vaga- “teniendo motivos razonables para saber” eluda sin autorización, cualquier medida tecnológica de protección que controle el acceso a libros, música o videos. No solo esto, sino que además se busca sancionar a quienes fabriquen, importen, distribuyan o vendan aparatos diseñados para eludir dichas medidas. [Artículo QQ.G.10 (a) (i y ii)]

Las sanciones son excesivas, pues cualquier usuario que desbloquee un aparato o eluda las medidas tecnológicas de protección de un documento, archivo o programa podrá estar sujeto a la indemnización daños y perjuicios, multas disuasorias e indemnizaciones y costas judiciales al titular de los derechos. [Artículo QQ.H.4.17] ¿Qué sentido tiene perseguir a los consumidores, cuando los usuarios de estas tecnologías suelen ser grandes y millonarias compañías multinacionales?

Por si fuera poco, si al realizar cualquiera de los actos establecidos con anterioridad se tiene un interés lucrativo, las personas involucradas podrían ir a la cárcel. [Artículo QQ.G.10 (a) (ii)]. Y además, todo esto es independiente de las sanciones y castigos por violar los derechos de autor que protegen dichos “candados digitales.”

Se establece como excepción a la sanción que -siempre que no sepan que la conducta está prohibida- las bibliotecas públicas, museos, archivos, instituciones educativas o cadenas de televisión públicas está exentas de castigo. Sin embargo, estas excepciones son demasiado limitadas y no reconoce otros usos para fines de investigación, seguridad de programas computacionales e interoperabilidad entre distintas plataformas. Además, se establecen topes para que las excepciones posibles sean pocas y reducidas, más que para facilitar que existan. [Artículo QQ.G.10. (d) (i y ii).]

En cuanto a Perú, la diferencia no sería muy grande, pues recientemente incorporaron normas idénticas a las de DMCA estadounidenses, que inspiran las actuales contenidas en el TPP. [Decreto Legislativo 1076]. En cambio si México y Chile firman el TPP, sus legislaciones tendrán que adecuarse a estas exigencias.

El caso mexicano se limita a proteger programas de computación, sin que las sanciones abarquen otro tipo de aparatos u obras protegidas por derechos de autor. Además, se sanciona con multa o cárcel únicamente la fabricación, venta o renta de equipos “cuya finalidad sea desactivar los dispositivos electrónicos de protección” de dichos programas. [Artículos 231 de la Ley de Derechos de Autor y 424bis del Código Penal Federal) Es claro que las leyes tendrán que reformarse para abarcar muchas más conductas y castigos.

A diferencia del TLC entre Chile y Estados Unidos, el TPP exige a Chile sancionar incluso a aquellos actos de elusión de una MTP que no vengan acompañados de una efectiva infracción a derechos de autor: es decir, que se vulnere una MTP aunque no se viole el copyright, protegiendo legalmente a un mecanismo técnico sin un propósito aparente. En principio, una nota al pie en la nueva versión del capítulo [Art. QQ.G.10.(c)] permitiría que la implementación no fuera más allá que el TLC, atendido que ya estaría consagrada esa infracción independiente mediante la Ley 19.223 sobre delitos informáticos. Pero no basta con la palabra de los negociadores mientras no exista texto de implementación: habría que ver si en la implementación del TPP, se exige ir más allá.

Con medidas tan rígidas como las propuestas por el TPP, veremos cómo a largo plazo el material digital disminuye. ¿Quién se hace cargo de esas cosas que no podremos leer porque en 100 años cualquier material estará bloqueado?

El modelo que ahora estos tres países tendrán que adoptar protege al mercado en total desatención de los intereses del público, como consumidores y como partícipes de la vida cultural. Le toca a los Congresos nacionales de Chile, México y el Perú determinar si firman e implementan reglas de esta naturaleza, contraviniendo los intereses y derechos de la ciudadanía, y comprometiendo el desarrollo cultural y tecnológico de sus naciones.

 

Una panorámica sobre el derecho al olvido en la región

Internet es un tatuaje. Toda nuestra información, fotografías, comunicaciones, huellas y sombras quedarán almacenadas de por vida. Si a esto se suma la vigilancia masiva por parte de gobiernos y empresas, surge una pregunta esencial: ¿deberíamos tener la capacidad legal y técnica para eliminar ciertos datos que no queremos en internet? ¿Qué implica esto en términos del derecho a la libertad de expresión y acceso a la información en línea?

Este es el marco de la discusión sobre el “derecho” al “olvido”, uno de los temas más complejos a los que nos enfrentamos hoy en día y cuya discusión en América Latina presenta un factor adicional: frente a Leyes de Amnistía que perdonaban los delitos de funcionarios y dictadores autoritarios, la memoria se configura como una antítesis a la impunidad y se convierte en un aspecto crucial en la reconstrucción de nuestros procesos democráticos.

El derecho al olvido se define de tres formas: i) un término ficticio cuyo núcleo es el derecho a acceder, rectificar y cancelar nuestros datos personales que estén en bases ajenas; ii) obligaciones especiales de eliminación de datos financieros y penales después de cierto tiempo; iii) la desindexación de información en buscadores, es decir, que no se elimine la información, sino que simplemente deje de aparecer en el buscador.

El tema principal es que no se debe responsabilizar a empresas como Google y Yahoo por actividades y expresiones de terceros en su plataforma, pues esto podría generar mecanismos de censura privada, donde sean ellos quienes deciden qué se queda y qué se va.

En Argentina, con base en este criterio, la Corte Suprema negó el derecho al olvido de la modelo María Belén Rodríguez quien demandó a Google y Yahoo por el uso comercial no autorizado de su imagen. Se determinó que no se podía castigar a las empresas por algo en lo que no habían tenido culpa, pero sí por negligencia cuando supieran que existía contenido ilegal en sus buscadores y no hicieran nada para removerlo.

Por otro lado, el derecho al olvido no aplica de manera absoluta. Entre los límites se encuentran el tratamiento de información con fines periodísticos, literarios o artísticos; o la información de interés público y sobre funcionarios gubernamentales.

[left]La memoria se configura como una antítesis a la impunidad y se convierte en un aspecto crucial en la reconstrucción de nuestros procesos democráticos[/left]

Pero en México los criterios son bien distintos. En febrero de 2015, el Instituto Federal de Acceso a la Información reconoció el derecho al olvido de Carlos Sánchez de la Peña: un empresario que pedía que se desindexara la información que lo vinculaba con actividades fraudulentas en el negocio de una ex pareja presidencial.

Otros países como Costa Rica, Nicaragua y Uruguay tienen reconocido explícitamente el derecho al olvido, ya sea en legislación o jurisprudencia, y predominantemente en materia financiera y penal.

Sin embargo, una de las discusiones más interesantes está en Colombia. La Corte Constitucional ha adoptado el derecho al olvido a partir del derecho de rectificación o réplica oponible a medios de comunicación en relación con el derecho a la presunción de inocencia en materia penal.

Dos casos son los relevantes: el T040-2013, donde se especificó que Google no era responsable de que el periódico El Tiempo vinculara al señor Martínez con un cartel mafioso; y el T277-2015, en donde se estableció que ordenar a Google a bloquear los resultados de una nota que vinculaba a la señora Gloria con una red de trata de personas suponía una modalidad de censura previa, que viola el principio de neutralidad en la red y afecta en esa medida la libertad de expresión. Por el contrario, la responsabilidad era del periódico El Tiempo, que mediante herramientas de “robots.txt” debía evitar que los  buscadores encontraran la nota.

La realidad es que hasta hoy no hay una solución concreta a las interrogantes que plantea el derecho al olvido, mucho menos si consideramos la actividad monopólica que Google ejerce en el mercado de buscadores. En todo caso, el debate es importante y hay que prestar especial atención a posibilidades de censura por medio de este mecanismo en países de América Latina.

Estado de excepción, ¿censura a las redes sociales?

Después de un siglo de estar en reposo, el volcán Cotopaxi, ubicado en el centro de Ecuador, amenazó con hacer erupción el pasado viernes 14 de agosto. Un día después, el Gobierno declaró estado de excepción (un reconocimiento de la emergencia que permite tomar medidas rápidas) a nivel nacional, por hasta 60 días.

En virtud de ese estado excepcional, se entienden “suspendidos” derechos fundamentales como la inviolabilidad del domicilio, tránsito, reunión y correspondencia. La lógica detrás de esa suspensión es que el Estado pueda hacerse cargo de la seguridad de la población y adoptar medidas como la evacuación de poblados o la movilización expedita de personal o material de socorro.

Pero, además, se decreta la “censura previa en la información” relativa al volcán, con el fin de “garantizar la seguridad ciudadana” y –según el propio presidente– evitar el pánico. Es cierto que la información que circula en redes sociales en época de emergencias puede ser problemática. Sin embargo, esta medida es desproporcionada, pone en peligro la libertad de expresión en internet y parte de una visión incompleta de cómo funcionan este tipo de comunicaciones.

La censura previa del decreto de estado de excepción se establece diciendo que “la ciudadanía solo podrá informarse por los boletines oficiales que al respecto emita el Ministerio Coordinador de Seguridad, quedando prohibida la difusión de información no autorizada por cualquier medio de comunicación social, ya sea público o privado, o ya sea por redes sociales”. La disposición es ambigua, pues no queda claro si incluye a todos los ciudadanos o solo a los medios de comunicación que tienen redes sociales. En todo caso, lo que se pretende es que un organismo de Gobierno revise todas las expresiones y considere su pertinencia antes de ser publicadas. Aun en situaciones excepcionales, aparece como una medida desproporcionada: un sinnúmero de expresiones, incluso inocuas, quedarían silenciadas, lo que preocupa desde la perspectiva de los derechos humanos.

Además, se trata de una medida de difícil implementación. Por una parte, los servicios de redes sociales como Facebook o Twitter no son gestionados por el Gobierno de Ecuador, sino que son prestados por compañías estadounidenses que no establecen ningún tipo de filtro previo. Por otra, la medida tampoco establece sanciones para los infractores. En todo caso, si la censura previa no llegase a funcionar, el mensaje a la ciudadanía es que es mejor no decir nada sobre el volcán Cotopaxi para evitar meterse en problemas. Es decir, el camino más seguro sigue siendo el silencio.

Asimismo, la medida desconoce que las redes sociales han probado ser un mecanismo útil de información y ayuda durante desastres humanitarios en países como Haití, Nepal o Indonesia. En tiempos de comunicación a través de redes sociales, puede resultar contraproducente prohibir su uso: alertas tempranas entre particulares en lugares donde todavía no aparece la acción estatal podrían salvar vidas. Es más, pueden convertirse en canales de difusión de ayuda para las comunicaciones en situaciones de emergencia. Restringir indiscriminadamente parece excesivo y quizás hasta arriesgado.

Frente a cualquier caso o desastre natural, un estado democrático debe promover el libre flujo de informaciones, que fomenten la construcción de una ciudadanía crítica que inclusive se atreva a contrarrestar discursos oficiales. La suspensión excepcional de derechos constitucionales debe estar siempre vinculada directamente con el objetivo de resguardo de la población, y no convertirse en mecanismo para violar derechos humanos.  El rol del Estado, en tiempos de emergencia o catástrofe, es de cuidar a la población mediante información fidedigna y acciones concretas, más que mediante una supresión amplia de la expresión social.

La censura de internet como forma de combate contra la discriminación

En Argentina, el 14 de julio pasado, la Cámara de Diputados propuso la llamada “Ley Nacional Contra la Discriminación” cuyo objetivo es garantizar el derecho humano a la igualdad. Para ello, se busca castigar toda forma de discriminación, con el fin de erradicarla.

A pesar de estas buenas intenciones, la iniciativa genera incentivos que inhiben la crítica e impiden el libre flujo de ideas en internet. Por lo mismo, los derechos humanos a la privacidad, la libertad de expresión y la libertad de opinión podrían verse fácilmente vulnerados.

Primero, porque la definición de discriminación es demasiado amplia. Se define como cualquier acción u omisión que a través de estereotipos, insultos, ridiculizaciones, humillaciones, descalificaciones o mensajes, “transmita o reproduzca dominación o desigualdad en las relaciones sociales” (artículo 5, b). Bajo esta definición, incluso la crítica podría ser un acto de discriminación.

En segundo lugar, uno de los puntos más preocupantes de la iniciativa es que niega el derecho a la presunción de inocencia, es decir, que todos somos inocentes hasta que se pruebe lo contrario. El artículo 15 establece un principio de culpabilidad cuando dice que “la carga de demostrar que el acto no es discriminatorio recaerá sobre quien lo haya realizado”.

Ambas disposiciones son aún más graves cuando se conjugan con el artículo 21, que promociona la no discriminación por internet. En virtud del mismo, los medios, revistas o periódicos que admiten contenidos y comentarios de los usuarios debe cumplir obligaciones como publicar términos y condiciones que indiquen que los usuarios pueden ser sujetos de sanciones civiles o penales por hacer comentarios discriminatorios; hacer pública una vía de comunicación para denuncias y solicitudes para remover contenidos; y adoptar “las medidas necesarias” para evitar la difusión de contenidos discriminatorios.

En la práctica, esto implicaría un monitoreo de contenido por empresas privadas, con estándares muy poco claros sobre lo que debe prevalecer y lo que no. El resultado sería una sobrecensura de contenidos por temor de las empresas a ser responsabilizadas, de forma contraria a lo sostenido sistemáticamente en los informes de las Relatorías Especiales sobre Libertad de Expresión. Además, para poder establecer sanciones adecuadas, los medios, revistas o periódicos tendrían que tener los datos completos de las personas que comentan en sus plataformas en línea. Esto vulnera el derecho al anonimato, reconocido en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos.

Cualquier restricción a la expresión en internet debe seguir estándares de respeto a los derechos humanos, como los Principios de Manila. No deben existir restricciones a la difusión de contenidos sin una orden judicial que respete los criterios de necesidad y proporcionalidad de la medida. Además, se debe respetar el debido proceso, incluida la presunción de inocencia. Ninguno de dichos estándares está presente en la iniciativa de ley argentina.

Las definiciones laxas de igualdad han servido históricamente para limitar las expresiones. América Latina no es la excepción. Sin embargo, ambos principios deben equilibrarse para ser capaces de disfrutar de una internet abierta, libre y democrática. La lucha contra la discriminación no debe conducirse mediante la obstrucción de internet como medio de expresión, ni servir como herramienta de censura.