¿Por qué paramos el 23 de febrero?

¿Y qué significa hablar de mujeres en la teconología? Varias cosas a la vez, porque la tecnología no es una cosa nueva, no es solo internet y no son solo las redes sociales. Sin embargo, como sea que se entienda, a veces pareciera que es asunto de hombres: aquellos que discuten y se toman la vocería, aquellos que dirigen las empresas e instituciones, que negocian y gerencian las grandes compañías, que desarrollan y diseñan las plataformas donde nos comunicamos. Aquellos, también, que nos agreden por ser mujeres, por ser visibles, por ser feministas.

La negación distribuida del servicio de las mujeres se propuso para reclamar por la discriminación laboral que sufren las mujeres y personas no binarias que trabajan en la industria tecnológica, una brecha que en América Latina es más que evidente en cualquier escenario de participación económica y oportunidades. Pero no vayamos tan lejos.

En la industria tecnológica las mujeres participan en una proporción mucho menor que los hombres, tanto en los espacios educativos como en los laborales, tanto técnicos como creativos y directivos. Y vale decir que por ejemplo en el caso de la educación, la brecha ha aumentado con los años, en vez de disminuirse. Ahora, vamos por partes.

Si bien hay esfuerzos gubernamentales y corporativos por reducir ‘la brecha de género’ en el acceso a oportunidades en la industria, el problema no termina allí. La tecnología se sostiene con el trabajo de miles de personas sobre quienes tenemos muchos menos datos, además de las pésimas condiciones laborales en que se producen las infraestructuras, los dispositivos y los servicios que utilizamos. Condiciones que, por demás, son mucho peores para las mujeres y personas no binarias, ¿por qué?

Porque más allá de los indicadores y los esfuerzos, la discriminación y las brechas de género constituyen un problema cultural. Porque las mujeres están más llamadas a participar en actividades propias de su cualidades, tales como comunicar u organizar y por esto mismo, las personas no binarias difícilmente encajan en lo que se espera de ellas para el desempeño laboral. Porque, además, internet es un espacio de poder donde son los hombres quienes tienen las últimas palabras.

De otra parte, no son pocos los motivos para manifestarse frente a la variadas situaciones de explotación laboral que han traído las tecnologías: acoso permanente, control natal, amenazas a la estabilidad laboral, en algunos casos, vigilancia y control, entre muchos otros. En Francia, por ejemplo, recientemente se ha regulado el uso de tecnologías de la comunicación dentro y fuera del espacio laboral, en una decisión que podría significar una ganancia para los y las trabajadoras, o una oportunidad para que las empresas regulen el tiempo libre de sus empleados.

Como trabajadoras en el campo de la tecnología, como defensoras de los derechos digitales en América Latina, nos sumamos a la huelga porque consideramos necesario enriquecer las demandas, la crítica y la discusión al respecto. Desde Derechos Digitales llamamos a empresas y gobiernos a visibilizar, rendir cuentas y mejorar la situación de las mujeres en la tecnología, pero sobre todo, celebramos las iniciativas de mujeres y organizaciones por apropiar internet en todos los puntos de su cadena de producción. El 23 de febrero vestimos nuestras redes de #DDoW y permanecemos en paro.

Eliminar la violencia de género con un clic

La violencia contra las mujeres está clasificada como un problema global de salud pública: 35% de las mujeres en todo el mundo han experimentado violencia física o sexual a lo largo de su vida, según cifras de la Organización Mundial de la Salud. La ubicuidad de la tecnología con frecuencia hace aparecer intentos de solucionar problemas humanos y sociales a través de implementaciones de software, y es así como en años recientes se han desarrollado aplicaciones en diversas partes del mundo con miras a resolver este problema, a través de diferentes aproximaciones. Algunas intentan educar a las mujeres sobre las señales tempranas del abuso doméstico, otras ofrecen mecanismos para alertar a ciertos contactos en caso de emergencia. Pero ¿pueden ofrecer estas aplicaciones una solución real a un problema tan complejo? ¿Cuáles son las implicaciones de entregar nuestra información personal en este tipo de aplicaciones?

El mismo principio se repite a través de diferentes aproximaciones tecnológicas: aplicaciones como Circle of 6maria o EasyRescue permiten a la persona en riesgo enviar una alerta con su ubicación a un contacto de confianza.  En Chile hace poco se desarrolló la aplicación Caperuza, que accede a la información de contactos de Facebook de la usuaria así como a sus datos de GPS y le permite elegir a uno o varios contactos que pueden acceder a su información de ubicación. Además, la mitad de las aplicaciones existentes en el mercado y orientadas a mitigar la violencia de género ofrecen algún tipo de «botón de pánico», mientras que «Contactos de Confianza», aplicación nativa de Google, lleva a cabo una función similar al permitir a una persona solicitar la ubicación del GPS del dispositivo de otra, que previamente le ha designado como su contacto de confianza.

Sin embargo, la utilización de este tipo de aplicaciones plantea una serie de preocupaciones respecto a la privacidad de la usuaria. Iniciar sesión en una aplicación de este tipo a través de Facebook permite a esta red social acceder a nuestra ubicación; en el caso de “Contactos de Confianza”, la aplicación requiere acceso constante al GPS del dispositivo; esto sin contar con que los teléfonos móviles son los dispositivos más inseguros y los que poseen mayor información sobre nuestras actividades. Y no se trata solo de que una empresa tenga acceso a los datos de sus usuarios; monitorizar la actividad del teléfono o la computadora de una víctima es una práctica común por parte de personas abusivas, y dependiendo de la situación, muchas de estas aplicaciones podrían facilitar, en vez de dificultar, la vigilancia de la víctima por parte de su abusador. Según el grado de capacidad técnica del agresor, la cantidad de información a la que sea capaz de acceder a través del dispositivo de la víctima o de sus redes sociales puede incluso comprometer a sus contactos de confianza.

Dependiendo del contexto, una aplicación puede resultar útil o agravar un riesgo. Si quien agrede forma parte del entorno cercano a la víctima, y por ende está en capacidad de revisar sus dispositivos, podría encontrar la aplicación y reconocerla. Por esta razón, muchas de ellas utilizan un icono que disimule su verdadera función u ofrecen protección bajo contraseña, aunque en ciertas ocasiones una aplicación protegida con contraseña puede llamar más la atención del agresor y aumentar así el riesgo. Por otra parte, el agresor podría ser un desconocido, y en este caso la posibilidad de indicar con rapidez a un contacto de confianza la ubicación específica de la víctima resulta más valioso.

Por eso es tan importante comprender el modelo de amenazas que cada persona enfrenta, antes de elegir una pieza de software que ofrezca mayor seguridad. Una aplicación que requiera acceso físico al teléfono para enviar una alerta puede no resultar útil si el modelo de amenazas considera la posibilidad de que el agresor restrinja el acceso de la víctima al dispositivo.

Lo que es más grave, un estudio del Centro de Investigación sobre Violencia y Abuso (CRiVA) que examinó el uso de estas aplicaciones, llegó a la conclusión de que su eficacia no está clara y, en muchos casos, un SMS podía producir el mismo efecto. Según la investigación, este tipo de aplicaciones podrían incrementar la tendencia a culpar a las víctimas y así contribuir a la mercantilización de la seguridad de las mujeres. Al generar una expectativa de que las mujeres inviertan tiempo y energía en su propia seguridad, la atención sobre la responsabilidad de la violencia de género se transmite a la víctima.

Estas consideraciones nos llevan de vuelta a uno de los grandes problemas que plantea el uso de tecnología para la solución de problemas sociales complejos. Intentar resolver problemas a través de una aplicación con frecuencia no es más que aplicar compresas tibias a una enfermedad grave: sí, debemos ofrecer a las mujeres (y en general, a las víctimas de violencia) herramientas para protegerse de situaciones de riesgo, pero no debemos permitir que esto oculte el origen estructural, social y cultural de la violencia de género, cuya solución requiere de la implementación transversal de políticas públicas adecuadas. Mientras las raíces profundas del problema no sean resueltas, fomentar el uso de aplicaciones para minimizar las consecuencias de la violencia de género podría estar contribuyendo a perpetuar la peligrosa creencia de que la seguridad de las mujeres es su propia responsabilidad.

Por la eliminación de las violencias contra las mujeres

Luego de su denuncia, en el grupo donde inicialmente se la había comparado con un trozo de comida, apareció una nueva imagen de ella con un ojo morado, bajo el título “cuando el heteropatriarcado te pone en tu lugar”. Ante este hecho, que fue comentado por la columnista feminista Catalina Ruiz Navarro, se generó un debate público alrededor de la función social del humor y el ejercicio del derecho a la libertad de expresión en internet, frente al derecho de las mujeres a vivir libres de violencias.

En la Universidad de Los Andes, por ejemplo, algunas estudiantes se manifestaron pintándose un ojo morado, a lo cual los administradores del grupo (en su mayoría hombres) respondieron armándose de bates y pistolas de papel para reivindicar su derecho al humor y reafirmar el carácter inofensivo de sus acciones. Y todo el debate se trasladó nuevamente a las redes sociales.

Ante este tipo de hechos, socialmente se suele cuestionar la relación –directa o indirecta- entre una agresión en línea y la violencia física contra las mujeres, así como contra grupos LGBTI. Sin embargo, desde hace varios años se han venido documentando y caracterizado patrones de agresión, y a nivel internacional se ha avanzado en el reconocimiento jurídico de dicha violencia, sobre todo a través de mecanismos de protección para niños, niñas y adolescentes.

Las principales víctimas de la violencia en línea son las mujeres con perfiles públicos y que participan en espacios de comunicación (como periodistas, investigadoras, activistas y artistas), junto con aquellas que sostienen una relación de pareja violenta y quienes han sobrevivido a la violencia física o sexual. Esto evidencia que la violencia en línea es una extensión de las formas tradicionales de violencia contra las mujeres y en esa medida debe ser combatida, lo cual supone por lo menos dos problemas: la asignación de responsabilidad a proveedores de servicios de internet y las posibles limitaciones al ejercicio de la libertad de expresión, como resultado de acciones de protección que puedan tender a la censura arbitraria de contenidos.

En Colombia, ante un precario desarrollo legal en la materia, para el reconocimiento de este tipo de violencia es necesario apelar a los delitos de injuria y calumnia, a delitos informáticos o eventualmente a la ley antidiscriminación. Aun así, es difícil garantizar que se adelantará una investigación y que llegará a término, y es aún más difícil garantizar la protección efectiva de la víctima. Este panorama es alarmante si se tiene en cuenta que durante 2015, en el país se denunciaron 16 mil casos de violencia sexual y 1.007 mujeres fueron asesinadas. Y el caso colombiano no se destaca frente a las cifras de feminicidio en otros países de la región y el mundo.

Por eso, en el día por la eliminación de la violencia contra las mujeres #25N es necesario, una vez más, reconocer la importancia de trabajar conjuntamente por construir espacios físicos y virtuales libres de violencias contra las mujeres, las comunidades LGBTI y las disidencias sexuales.

Un reto urgente en la discusión de derechos humanos en la red

Hace solo algunos días, a pocas cuadras del intercambio “Gobernanza de internet y género” organizado en la Ciudad de México por la Asociación por el Progreso de las Comunicaciones (APC) y en el que estábamos invitados, hubo un tiroteo que terminó con el asesinato de cinco personas, cuatro de ellas mujeres. Entre las víctimas están Nadia Vera, parte del movimiento #Yosoy132, y el fotoperiodista Rubén Espinosa -amenazado de muerte por su labor-, por lo que algunos activistas han calificado estos asesinatos como un crimen contra la libertad de expresión y la defensa de los derechos humanos en México.

El asesinato de las mujeres fue especialmente macabro: fueron violadas y presentaron signos de tortura, además de un tiro de gracia en sus nucas. Como si alguien hubiese decidido, al igual que en tantos otros femicidios en México, que los cuerpos de las mujeres son un lienzo ideal para machacar mensajes de terror a la sociedad.

En este contexto, donde el patriarcado se desenvuelve con una violencia e impunidad angustiante, en el intercambio de APC hubo testimonios sobre mujeres y miembros de la comunidad LGBTI que encuentran en internet un espacio de reunión, información, organización, exploración y libertad de expresión, al mismo tiempo que  ven cómo la red se ha transformado en un lugar de amenazas, acoso, vigilancia y miedo, al punto de afectar la estabilidad emocional tanto de sus familias como de ellas y ellos mismos.

La sincronía macabra de sus testimonios de acoso en internet con la violación, tortura y asesinato de las cuatro mujeres logró dejar algo claro: es indiscutible que la violencia de género que ocurre en el mundo off-line se reproduce también en el online, con la salvedad que el impacto comunicativo de este último es aún más amplio.

Cuando se enfrenta este tipo de testimonios tan desgarradores, se deja claro que la discusión sobre los derechos humanos en internet tiene que decantar a un nivel más complejo que su defensa sin consideraciones de clase social, etnia, edad o género. La defensa de los derechos humanos por default, sin hacer estas salvedades, muchas veces termina siendo colonizada por y para personas privilegiadas.

Por ejemplo, con mucha razón se ha criticado el mal llamado “derecho al olvido” en internet porque podría atentar contra la libertad de expresión; no obstante, aquello no nos puede dejar sin pensar en respuestas para que mujeres o integrantes de la comunidad LGBTI que han sido víctimas de filtraciones no consentidas de material íntimo en internet o de campañas de desprestigio por el solo hecho de su género, tengan legítimo derecho a solicitar el borrado de esa información.

En este contexto, si la defensa de los derechos humanos termina siendo la excusa para que internet sea otro espacio más de las personas privilegiadas, es tiempo de forzar el cambio. De extender puentes entre los distintos defensores de derechos humanos (organizaciones de mujeres, género, derechos digitales, entre otras) para resolver la posible tensión en nuestras posiciones y proyectar políticas públicas que busquen la armonización de derechos acordes al reto. No es fácil hacerlo, pero la discusión llega a una madurez tal que es tiempo de  buscar soluciones locales y regionales que den cuenta de nuestras realidades y trabajar para que internet sea un espacio de desarrollo y tolerancia para todos y todas.

Ese fue el llamado que hicimos a un salón casi lleno -que denota el creciente interés en el tema- en la mesa de discusión “Ciberacoso: ¿cómo enfrentar la violencia de género en línea?” que organizamos en Ciudad de México junto a APC y Social TIC. Y si ese compromiso termina con que nos califiquen como “feminazis” (?), como ocasionalmente nos han increpado cuando en nuestras redes sociales levantamos temas de género y tecnología, será el signo inequívoco de que vamos por el buen camino.

Falta de educación sexual y desconocimiento de los riesgos de Internet

Hace un par de semanas en Chile, el video de un grupo de menores de edad realizando una serie de actos sexuales fue subido a Internet, diseminándose rápidamente a través de las redes sociales. Todavía no se sabe quién lo publicó, pero la única mujer involucrada ha sido fuertemente atacada y culpada por sus compañeros “por haberse dejado grabar”.

Evidentemente, una situación compleja como esta presenta una serie de ángulos distintos desde donde puede ser analizada. En primer lugar, al ser los involucrados menores de 18 años, estamos frente a un caso de producción de pornografía infantil, que es sancionado en Chile con penas que van desde tres años y un día a cinco de cárcel. La misma sanción es aplicable a quién difunda el material, mientras que su almacenamiento es castigado con entre 541 días y 3 años de cárcel.

El Servicio Nacional de Menores (Sename) ya denunció el hecho ante a Brigada del Ciber Crimen de la Policía de Investigaciones para que se baje el video de la red y se investigue su origen.

Otro aspecto que no deja de sorprender es el machismo generalizado con el que la opinión pública ha tratado el tema; como en otros casos similares, la tendencia es a vilipendiar, denigrar y culpar a la mujer como la única responsable de hechos que podrían atormentarla por el resto de su vida. Sus contrapartes masculinas rara vez son mencionados y al cabo de un par de días nadie los recuerda.

Quienes comparten este tipo de contenidos parecen gozar del morbo y la posibilidad de atacar y denigrar a una mujer. El sexo aquí es tratado como un aspecto de la vida de las mujeres del que deben sentirse avergonzadas y que puede ser usado en su contra.

En tercer lugar, es preocupante la falta de conciencia y respeto por la privacidad. Lo que una persona hace en la esfera de su intimidad solo le compete a ella; la vida sexual de las personas, sean adultos o adolescentes, no debiera ser expuesta en línea sin el consentimiento de todos los involucrados. La publicación de este video implica que no existe un sentido desarrollado de la privacidad de los demás como un espacio inviolable. Esto es alarmante y sintomático.

Todo lo anterior, sumado a una educación sexual deficiente, agrega complejidad a una situación ya difícil: así como es necesario crear conciencia sobre problemas como la violencia y el acoso, los embarazos no deseados y las enfermedades de transmisión sexual, es necesario sumar a esa lista los riesgos propios de Internet, donde aquello que compartimos deja de estar bajo nuestro control y puede copiarse y compartirse de formas que no queremos, sin mucho que podamos hacer al respecto.

Del mismo modo en que la sociedad ha contribuido a un despertar sexual cada vez más temprano de los jóvenes, la cultura de las redes sociales ha impuesto como paradigma el que todo puede y debe ser compartido, sin considerar los riesgos que ello conlleva.

Esto es todavía más difícil en la medida en que los jóvenes se relacionan con la tecnología de manera mucho más natural que los mayores y, por lo mismo, de forma mucho más riesgosa. Prácticas como el sexting – el envío de imágenes o videos sexualmente explícitos a través de teléfonos móbiles- son cada vez más comunes y, como muchas otras conductas que conllevan peligro, pretender su erradicación mediante la condena moral o legal es probablemente el camino equivocado.

Chile requiere educación sexual, pero una con enfoque de género. La enseñanza por parte de los padres y las escuelas es fundamental, pero esta además debe ser complementada con políticas públicas de Estado. En este sentido, es igualmente importante la educación sobre el buen uso de Internet.

En la era de la tecnología, el desarrollo pleno de los individuos requiere contar con las herramientas necesarias que aseguren el ejercicio de sus derechos. En ese sentido, inculcar conciencia de género y respeto por la privacidad es fundamental.

 

La difícil misión de un proyecto de ley necesario

El poder de la red para amplificar el impacto de los actos de expresión ha servido como herramienta para la actividad en línea de grupos sociales oprimidos, para revelar abusos de la autoridad o para organizar el disenso político masivo. Pero ese potencial no obsta a la habitual reproducción de patrones culturales y sociales propios del entorno analógico: como ya hemos expresado, los males del mundo “offline” se replican en Internet, permitiendo también la amplificación de actitudes discriminatorias.

Ellas incluyen la violencia de género, a través de prácticas como la difusión de imágenes de mujeres con la intención de cosificar, humillar, hacerlas sentir inferiores o culpables, como en el triste caso de una teniente de ejército o la filtración de imágenes de actrices famosas, poniendo en evidencia, además, la invasión de la privacidad de la que algunos son capaces.

Es por ello que es importante que la sociedad en su conjunto reconozca que la violencia de género es un problema real, cuyo impacto puede ser exacerbado gracias a las herramientas que otorga Internet: la cosificación, el acoso, la transgresión de la privacidad e incluso de la violación de la intimidad mediante la intervención de las comunicaciones, de sus interlocutores o de los servicios que alguien utiliza. Y no solo eso, sino que la afrenta pública se magnifica en la red.

Una respuesta a ese problema intenta dar el proyecto de ley anunciado hace algún tiempo por dos diputadas de la Unión Demócrata Independiente, que busca sancionar a quienes divulgan contenidos sexuales o eróticos ajenos. No se trata de la grabación o las fotografías privadas no consentidas, sino de aquellas que, capturadas en la intimidad con el fin de quedarse allí, son divulgadas en Internet.

Pero a pesar de sus buenas intenciones, una revisión minuciosa del proyecto revela varios de los problemas que conlleva regular el comportamiento en línea.

Por una parte, la referencia a “imágenes” podría restringir otra clase de grabaciones o registros (por ejemplo, videos); el “contenido sexual o erótico” parece excluir formas de intimidad sin intención erotizante (como la desnudez casual), y la privacidad “de la pareja” parece dejar fuera la divulgación de “selfies” o autofotos.

Por otra parte, el acto de difusión o publicación podría implicar sanciones excesivamente amplias para quienes no realizan el primer acto de divulgación. Así, la última persona en repetir la publicación de imágenes en su sitio, sería tan responsable como la que las puso por primera vez en conocimiento público, aun cuando la lesión de la intimidad sea sustancialmente distinta en uno y otro caso.

Del mismo modo, la difusión de la imagen no parece estar unida a la territorialidad de la misma, pudiendo sancionarse aun en desconocimiento de los afectados. En otro extremo, la difusión de una imagen íntima recibida, pero no solicitada, podría estar penada, obligando a guardar reserva respecto de actos que a su vez constituyen acoso.

El retiro de las imágenes

El segundo inciso de la propuesta extiende la misma pena de quien divulga a los “administradores de sitios de Internet que no bajen estas imágenes de manera inmediata a solicitud del afectado”. Comprensiblemente, la propuesta busca detener la diseminación del contenido lesivo.

Esto es altamente problemático. Cualquier sistema que considere la obligación de retiro de contenidos de Internet debería, idealmente, incluir resguardos para evitar que esa solicitud sea fundamento de un acto de censura privada; por ejemplo, una orden judicial. Pero no existe en el derecho chileno un procedimiento general para estos casos, quedando los intermediarios de Internet en una incómoda posición respecto de contenidos ilícitos o nocivos de distinta naturaleza. Las garantías que se requieren no solamente deben apuntar a dar respuesta a los afectados, sino también, a asegurar que a lo menos exista una correcta identificación del ofendido, del contenido infractor y su ubicación, de la razón de esa infracción, y de la necesidad de su retiro.

Una oportunidad de mejora legal

Los problemas asociados al proyecto de ley no deben llevarnos a concluir que no es necesario legislar en la materia, ni que basta con dejar de usar los dispositivos en formas que son lícitas y legítimas. Por el contrario, el proyecto de ley da un primer paso para regular conductas lesivas de la intimidad de las personas, que además se muestra como una de las formas más frecuentes de violencia de género en la red.

Por otro lado, el proyecto abre una discusión necesaria: el rol de los intermediarios en la diseminación de contenidos ilícitos o nocivos, y la necesidad de alcanzar un equilibrio entre el resguardo del debido proceso y los derechos de los posibles afectados, que garantice el pleno ejercicio de todos los derechos fundamentales a través de la red.

¿Es necesaria una ley contra la porno venganza?

Pocas veces advertimos cómo los males del mundo “offline” se replican también en Internet. Clasismo, racismo, abusos empresariales y otros trastornos sociales ocurren también en la red y tienden a ser aún más impunes que fuera de ésta, adoptando modalidades donde la tecnología facilita las instancias de odio.

La violencia de género no es la excepción. Hace algunos días atrás en Chile, las diputadas UDI Andrea Molina y Claudia Nogueira anunciaron un proyecto de ley que pretende castigar el “revenge porn” o “porno venganza”, práctica que consiste en difundir por Internet material de connotación sexual, sin el consentimiento del involucrado, tratándose usualmente de hombres que publican videos y fotografías de sus ex parejas mujeres.

Leyes similares existen en otras partes del mundo: En Israel, Filipinas, Francia y Alemania se trata de un delito. En Estados Unidos, los estados de Nueva York, Nueva Jersey, Texas y California lo penalizan con cárcel, mientras que en Reino Unido el tema se está tramitando en la Cámara de los Lores. El proyecto propuesto en Chile contempla sanciones de presidio y multas, tanto para el perpetrador como para los intermediarios que se nieguen a la eliminación de estos contenidos.

Una ley de este tipo permitirían instalar un marco regulatorio que proteja a las mujeres, principales afectadas por esta forma de violencia, cuyo daños, consecuencias y estigmas se extiende más allá de Internet. Es el caso de una joven estadounidense que demandó a Facebook por no dar de baja un perfil falso de ella, con su rostro superpuesto en fotografías pornográficas, publicadas por un ex novio y enviado a todos sus conocidos.

La violación sobre el cuerpo que es exhibido y sexualizado públicamente contra su voluntad, se extiende también a situaciones como la narrada hace un par de semanas por The Guardian, que advertía sobre la retirada del topless en Francia, en parte, debido al temor de las mujeres por ser fotografiada y terminar en Internet.

Una práctica que era considerada símbolo de igualdad entre hombres y mujeres, como tomar el sol sin camiseta, se pierde y con ella, décadas de avance en lo que concierne a la liberación femenina. Y es en parte por culpa de las prácticas abusivas que existen en Internet, un espacio del que nos enorgullecemos, pero que facilita conductas impresentables.

Este escenario nos demuestra, con vergüenza, cómo es necesario tomar cartas de la manera tradicional para enfrentar un problema que se desarrolla en un entorno virtual. Evidentemente es necesario debatir aspectos técnicos de una medida como la presentada por las parlamentarias chilenas, para evitar que una ley de este tipo ponga en jaque otros derechos.

Es también un reflejo de la profunda podredumbres de una sociedad patriarcal, donde la mujer es vulnerable al acoso masivo.

Los derechos digitales merecen una discusión más amplia, que incluya las dimensiones discursivas de Internet: desafiar su supuesto carácter “neutral” donde en aras del “progreso” y una mal entendida “libertad” validamos – u obviamos – prácticas violentas y discriminadoras, que atentan contra derechos fundamentales como la igualdad.

¿Podemos imaginar un Internet feminista desde los derechos?

Hablar de derechos en Internet también significa darle espacio a una perspectiva de género. Casos recientes tanto en Chile como en otros países nos hacen preguntar si derechos como la libertad de expresión y la privacidad tienen un efecto diferenciado desde el género de los sujetos.

Afiche de campaña sobre tecnología y violencia de género
Afiche de campaña sobre tecnología y violencia de género

Por Danae Tapia*.

La foto de una mujer posando en el incendio de Valparaíso fue comentada ampliamente en las redes sociales. Sorna y clasismo emergían de múltiples opiniones que la criticaban por inoportuna y, principalmente, por pobre. Su imagen, diseminada en la red sin su consentimiento, fue intervenida en una serie de memes e incluso en poleras que se venden a diez mil pesos.

No es la primera vez que en Chile se viraliza la imagen de una mujer para el goce de la audiencia virtual. Hace algún tiempo, un video de dos estudiantes de la Universidad Adolfo Ibáñez que tenían relaciones sexuales en un paseo, fueron rápidamente compartidas por WhatsApp. Las críticas a la mujer que protagonizaba el material no tardaron, su Facebook y datos personales fueron filtrados y tuvo que rendirse al acoso digital. De su compañero varón, se supo mucho menos.

Pero quizás el caso más recordado es el de la adolescente del video “Wena Naty”, cuya imagen en acciones de significación sexual con un compañero de colegio fue ampliamente difundida en el año 2007. Curiosamente, el hecho fue abordado por la prensa y “analistas digitales” como “el primer viral chileno”, una simple anécdota. Este caso tampoco es considerado entre el público general como de violencia contra la mujer, a pesar de que implica un claro acoso digital y, además, una publicación con contenido sexual donde intervienen menores de edad.

"Women should", la campaña de violencia de género en Internet de la ONU
«Women should», la campaña de violencia de género en Internet de la ONU

Los ataques de género en Internet no se agotan con la violencia a las mujeres. El acoso homofóbico también está presente en muchas de las interacciones diarias en la red. Lo anterior, solo hace reforzar la necesidad de una reflexión más profunda sobre cómo los derechos son un campo de batalla y cómo pueden ser abordados desde categorías mucho más significativas como género y clase social. ¿Es el acoso en Internet una excepción al derecho fundamental de libertad de expresión y en qué medida? ¿Afecta la violación al derecho de privacidad de igual forma a las mujeres o comunidad [ref]LGBT[/ref] [fn]Siglas que designan colectivamente a lesbianas, gais, bisexuales y transexuales[/fn] que al género masculino?

Esta reflexión es parte de una tendencia internacional. Por ejemplo, nos encontramos con el caso del “Blog chicas bondi” en Argentina, donde el acoso callejero de mujeres fue discutido tanto desde la libertad de expresión como desde el derecho a la privacidad. Por otro lado, la agrupación [ref]APC[/ref] [fn]Asociación para el Progreso de las Comunicaciones[/fn] (de la que nuestra organización es miembro) ha levantado la bandera de la violencia de género en Internet, haciendo campañas públicas como “Take Back The Tech”. La ONU también ha comprendido la gravedad del asunto a través de «Women should».

Asimismo, aceleradamente nos acercamos a prácticas como el «revenge porn», el “cyberstalking”, el chantaje con material comprometedor o el ya extendido machismo en una serie de redes sociales con incluso “líderes de opinión” dedicados a dirimir sobre el aspecto físico de las mujeres, cuestionar la pertinencia de la igualdad de derechos y el ataque desinformado al feminismo.

Un meme de Take Back the Tech!
Un meme de Take Back the Tech!

En Derechos Digitales creemos que hoy enfrentamos varios desafíos en esta área, que parten por reconocer que muchos casos de violencia en entornos digitales son lisa y llanamente violencia de género. Desde una perspectiva de derechos fundamentales, estos casos implican afectar la privacidad de varios grupos sociales marginados sin que exista ningún atisbo de interés público, de hecho, todo lo contrario. En ese contexto, es más necesario que nunca entender a Internet como un espacio político que no es ajeno a la ideología y, por tanto, los esfuerzos de la sociedad deben dirigirse a contribuir a una red igualitaria y feminista.

*Artículo con colaboración de Paz Peña.