Escuelas y digitalización

Educación y tecnologías vs. tecnologías y educación: reflexiones a partir de avances normativos recientes

Políticas inacabadas de creación de laboratorios de informática y distribución de computadoras fueron reemplazadas más recientemente por el uso indiscriminado de IA, cámaras de reconocimiento facial y celulares en las escuelas de nuestra región. La aceleración en la adopción de herramientas digitales en el ámbito educativo, herencia de la pandemia de COVID-19, ha dado nuevo impulso a acuerdos entre instituciones educativas y empresas tecnológicas, abriendo espacio para nuevas preocupaciones y discusiones normativas sobre el rol que tienen las tecnologías en los procesos educativos.

CC:BY (Francisca Balbontín)

En un momento de acelerados desarrollos tecnológicos y digitalización, puede parecer redundante decir que la discusión sobre la incorporación de tecnologías ha acompañado buena parte de los debates sobre reformas educativas en la historia reciente. Propuestas de incorporación del cine, radio y televisión marcaron el siglo XX, que –aunque no logró democratizar el acceso a la educación para buena parte de la población mundial– terminó con nuevas promesas de “revolución” educativa derivada exclusivamente de las tecnologías digitales. Como en momentos anteriores, fueron los más variados agentes, incluso instituciones financieras aparentemente poco vinculadas con el campo educativo, quienes vocalizaron de manera más contundente el poder transformador de lo digital para superar los problemas de esa educación “tradicional”. Sin embargo, empezar recuperando esta historia parece importante en un momento en que un nuevo ciclo de optimismos y pesimismos vuelve a instalarse en los debates sobre educación y tecnologías en América Latina.

La olla de oro al final del arcoíris

En un contexto de múltiples precariedades en los sistemas educativos, las tecnologías digitales a veces han sido presentadas como una panacea. La metáfora es de una recompensa tecnológica capaz incluso de transformar prácticas pedagógicas clasificadas de poco eficientes o atractivas para nuevas generaciones. Declaraciones de agentes externos al entorno escolar no ocultan su intento de culpabilizar a las y los docentes por todo tipo de mal relacionado con la educación.

Un extremo de este tipo de discurso se ha activado en Brasil para justificar la adopción de sistemas de reconocimiento facial para el registro de la asistencia escolar en el estado de Paraná. De acuerdo con la gestión local, basada en un documento del Banco Mundial, el método de control de presencia oral sería ineficiente, representando una pérdida de tiempo; la tecnología, por lo tanto, ofrecería la solución a partir de la automatización. Sin embargo, las promesas fueron, como mínimo, optimistas: desde la implementación del sistema, se han registrado múltiples quejas de mal funcionamiento, lo que ha generado aún más retrasos en el registro de asistencia. Ellas incluyen, por ejemplo, errores en la identificación de personas de piel negra y con discapacidad.

Aunque avance rápidamente en la región, el reconocimiento facial es ampliamente cuestionable como tecnología efectiva para la identificación y autentificación de personas. Lo mismo ocurre con los llamados sistemas de reconocimiento de emociones, también en proceso de implementación en escuelas brasileñas.

Este y otros tipos de problemas podrían ser evitados con la realización de estudios previos de impacto amplios y participativos, pero no hay referencias de que se hayan realizado en el caso de Paraná. La iniciativa –que costó más de 4 millones de reales al Estado– está actualmente bajo escrutinio judicial debido a la vulneración de la legislación brasileña de protección de datos, por ejemplo en relación con el consentimiento para la recolección de datos biométricos sensibles de niños, niñas y adolescentes. El “oro”, al final, parece haberse quedado con los proveedores de la tecnología, mientras la educación pública sigue precarizada y carente de inversiones significativas.

Transgresiones sectoriales

El concepto de transgresiones sectoriales es útil para entender algunos procesos detrás del avance de las empresas de tecnologías en la educación. Se refiere a la estrategia de empresas de tecnologías de reivindicar conocimiento y autoridad en ámbitos que van más allá de lo tecnológico. Con eso, pasan a tener un peso diferencial en decisiones estratégicas, en este caso, del ámbito educativo, que no son parte de su competencia.

Rescatar esta idea es clave mientras pensamos políticas educativas y respuestas normativas a los desafíos del avance de las empresas tecnológicas sobre la educación. Con relación a lo primero, importa recuperar el rol que ellas efectivamente cumplen a la hora de definir a quiénes involucrar en discusiones sobre políticas públicas sobre educación y tecnologías. Si bien las empresas pueden tener un espacio en las mesas de discusión, de ningún modo reemplazan la necesidad de involucrar expertas en educación y representantes del sector educativo, como docentes, estudiantes y gestión educativa.

Por otro lado, el recuerdo que trae la idea de transgresión sectorial es clave para evitar caer en trampas normativas como la de crear criterios específicos para “EdTech”. Este tipo de abordaje, explorado por órganos como Unicef, más allá de sus buenas intenciones conllevan el doble riesgo de naturalizar la voz de empresas de tecnologías para incidir en temas educativos y de fragilizar protecciones existentes al pensar criterios diferenciados para el ámbito educativo. Peor aún, puede legitimar la recolección masiva de datos de niños, niñas y adolescentes en el contexto educativo, algo cuidadosamente delimitado por distintas legislaciones alrededor del mundo, incluso en materia de protección de datos personales.

O sea: bajo la excusa de crear reglas específicas, se autoriza y legitima la explotación de datos de infancias sin un completo conocimiento de sus consecuencias. En un contexto regional de gran influencia del lobby de las empresas de tecnologías, iniciativas legislativas como éstas pueden poner en jaque las garantías duramente conquistadas en el marco de leyes generales de protección de datos.

El caso brasilero de Paraná evidencia, y siempre es bueno reiterar, que las leyes de protección de datos sí se aplican a las políticas de uso de tecnologías en educación promovidas desde el sector público. Del mismo modo, las reglas de compras públicas también se aplican a la adquisición de tecnologías por entes del Estado, aunque, como hemos demostrado en la iniciativa IA & Inclusión, ellas sean poco observadas en la región. La existencia o no de intercambio monetario involucrado en los acuerdos con empresas de tecnologías no es un limitante si el uso implica la explotación económica de datos obtenidos a partir de ellos.

Eso no significa que no haya particularidades que deban ser consideradas o que no haya utilidad en el desarrollo de normas administrativas o guías específicas para las instituciones educativas. Las autoridades de protección de datos cumplen un rol clave al proponer orientaciones ancladas en los más altos estándares de protección establecidos en las normativas de datos y de infancias. Eso es particularmente relevante en un contexto en que las grandes empresas de tecnología se acercan a las instituciones educativas para establecer alianzas directas, dificultando procesos de supervisión y fiscalización.

Tecnologías para una educación emancipadora

En un año en que vemos cómo los hombres detrás de las mayores empresas de tecnología no dudan en apoyar un gobierno de extrema derecha marcado por la discriminación, odio y la persecución a oponentes políticos, no es difícil entender por qué gana fuerza en la región una resistencia a las mismas tecnologías. En el último año tuvimos una ley federal aprobada en Brasil prohibiendo el uso de teléfonos celulares en las escuelas, discusiones similares en Argentina –con una resolución porteña sobre el mismo tema– y en lo que va de 2025 ya hubo una “huelga” de redes sociales en abril y otra está prevista para el próximo domingo (25) en Brasil. También en Brasil gana fuerza un movimiento para evitar que niños, niñas y adolescentes tengan acceso a un smartphone hasta que cumplan 14 años y a las redes sociales antes de los 16.

Son innumerables y muy legítimos los motivos que fortalecen este tipo de reacción: desde las crecientes evidencias sobre los impactos nocivos de las tecnologías a la salud, su carácter adictivo, hasta el temor a la violencia en línea en todas sus formas, pasando por el rol de los algoritmos, las exposición a los extremismos y a la desinformación –contenidos ahora menos regulados por las mismas plataformas–, entre otros. Es positivo que estas preocupaciones alcancen a la sociedad de manera más amplia y provoquen reacciones desde el poder político, históricamente sordo a las alertas sobre la necesidad de supervisar y fiscalizar procesos de digitalización del Estado.

Sin embargo, no podemos olvidar la importante historia de usos de tecnologías para la resistencia, la defensa de derechos y la democratización de la comunicación y la educación, en un continente aún marcado por desigualdades. Lejos de comprar la fantasía tecnosolucionista que equipara tecnología y eficiencia, se trata de recuperar internet más allá de las redes sociales. En el mismo sentido, cabe recordar que las tecnologías no son sinónimo de extracción y explotación de datos para la ganancia sin frenos (del mismo modo que “EdTech” no es lo mismo que tecnologías en la educación).

Limitar el acceso a las tecnologías a las niñeces o en el ámbito educativo puede ser una respuesta legítima frente al avance obsceno de los intereses comerciales por sobre cada aspecto de nuestras vidas. Pero también puede implicar restringir el contacto con otras realidades, el acceso a culturas no cubiertas por medios tradicionales, la formación de vínculos afectivos, la exploración de identidades en entornos seguros, y otras formas de conocer el mundo. Más aún: podría limitar la capacidad de las próximas generaciones para imaginar otros futuros tecnológicos. Más justos, más solidarios, más inclusivos.

Reconocer los riesgos de la digitalización en contextos educativos no implica renunciar a sus posibilidades. Más bien, urge avanzar hacia una construcción colectiva de políticas tecnológicas que pongan al centro el bienestar y los derechos de las comunidades escolares. Esto incluye fortalecer los procesos participativos, asegurar evaluaciones de impacto, garantizar el cumplimiento de las leyes de protección de datos y, sobre todo, promover un enfoque pedagógico que incorpore las tecnologías como herramientas de emancipación y no de control. La educación con tecnologías sí es posible, pero solo si se construye desde la equidad, la justicia social y la imaginación crítica.