En una columna de opinión publicada en La Tercera el martes 14 de febrero, el Presidente de la ACTI, Thierry De Saint Pierre, hace una intensa defensa de la utilización del voto electrónico. Entre otros beneficios, De Saint Pierre destaca los bajos costos involucrados en un proceso digital, la rapidez con la que es posible implementarlo y un potencial aumento en los niveles de participación, considerando lo fácil que puede ser instaurar un proceso electrónico. Luego de explorar superficialmente algunas críticas, concluye que su adopción beneficiaría a la democracia y al país.
Pese al optimismo tecnológico que permea la columna, lo cierto es que cualquier análisis que cruce el conocimiento de la tecnología a aplicar con los requerimientos del voto en una democracia constitucional debiera llevarnos necesariamente a la conclusión contraria. Debiera llevarnos a concluir que la implementación de un sistema de votación electrónica compromete gravemente instituciones básicas de nuestra democracia representativa.
En la última década, hemos sabido de la exposición de datos personales de más de 50 millones de usuarios de Facebook, del acceso público a datos de más de 500 millones de clientes de hoteles Marriott, de datos sensibles de más de 143 millones de usuarios de Equifax (incluyendo identidad y números de tarjetas de crédito), entre muchos otros. A estas alturas del desarrollo tecnológico, hay relativo consenso entre expertos en seguridad informática de que no existen sistemas computacionales completamente seguros y que no estén expuestos a ser eventualmente vandalizados. No existen razones para pensar que los sistemas de voto electrónicos se encuentran ajenos a esta realidad.
Adicionalmente, durante los últimos años hemos visto como alrededor del mundo tristemente tambalean algunas nociones básicas de la democracia constitucional moderna. Desigualdad estructural, populismo, campañas de desinformación, polarización política, viralización y masificación de contenido xenófobo y violento hacia minorías gracias al modelo de negocio publicitario de las redes sociales, entre otras plataformas, son algunos de los desafíos que hoy nuestra democracia debe enfrentar con urgencia y decisión. La implementación del voto electrónico no ayuda a superar ninguno de ellos y, por el contrario, crea nueva amenaza que nadie parece necesitar.
La implementación de un proceso de votación electrónica supone la privatización del proceso electoral, desechando la confianza que depositamos en las instituciones públicas para garantizar la idoneidad de los procesos y resultados electorales. La creación de intermediarios privados -en procesos de esta complejidad e importancia- supone la creación de inéditas zonas de incertidumbre, falta de control e inseguridad para procesos que suelen estar fuertemente regulados con el fin de asegurar dicha confianza.
Así, la implementación de un sistema de votación electrónica crea oportunidades artificiales para manipular los resultados de una elección sin dejar trazas, genera mecanismos de caja negra que los hace imposible de fiscalizar y finalmente crea una barrera insalvable entre el elector y el sistema de elecciones: un algoritmo invisible, implacable y probablemente fuertemente protegido por propiedad intelectual. Una barrera definitoria para el resultado de una elección y ajena a todo escrutinio público.
A diferencia de las conclusiones a las que llega el señor De Saint Pierre, un oído atento a los reclamos de la ciudadanía debiera concluir que lo que Chile necesita es una mejor democracia, más representativa, y que promueva diversidad y mayor participación. Pese a lo que el utopismo digital pueda aspirar, la única forma de lograrlo es a través de mecanismos más participativos, abiertos y fiscalizables. Es decir, con más política, con más democracia, no con más algoritmos y buenos deseos.