Violencia en línea

Proteger los derechos del agresor. Un peligroso precedente judicial

La violencia en línea por razones de género tiene muy variadas formas. Y aunque ocurre en el terreno online, no es menos real que la violencia física. Un reciente amparo concedido a un agresor en Paraguay, obliga a hacer un llamado de alerta sobre la manera como operan los sistemas de justicia a la hora de reconocer nuestros derechos digitales.

CC:BY:NC:SA (Lee Royal)

En días recientes, un tribunal paraguayo ordenó a la organización de derechos humanos TEDIC censurar un contenido publicado en su web, donde se evidenciaban los ataques violentos de parte de un conocido youtuber hacia una periodista, a través de un chat grupal de Facebook. En este chat, entre otras cosas, se hablaba de violar a la periodista para “corregir” su orientación sexual. Tras la difusión de estos mensajes por parte de la periodista, el youtuber solicitó un amparo ante la corte, alegando que la publicación de este contenido afectaba su reputación. El amparo fue acordado por la corte, considerando que dicho chat podía “seguir siendo objeto de malas interpretaciones por parte de los usuarios de la red“, y calificando como “insustanciosa” la discusión generada en torno al tema en las redes.

Más allá de sentar un peligroso precedente judicial, este caso trae de nuevo al debate público el tema de la violencia en redes por razón de género, circunstancia que constituye un problema mundial, pero que en América Latina resulta particularmente ubicuo debido a las desigualdades subyacentes. La violencia no es intrínseca a la tecnología sino que reproduce estructuras sociales, como pone particularmente de manifiesto el caso paraguayo. En lugar de convencer, el razonamiento detrás de la lamentable decisión judicial solo evidencia la importancia social y de orden público del problema del acoso en línea por razones de género y orientación sexual. Al descartar el caso como si se tratara de una mera rencilla entre amigos, en lugar de un patente ejemplo de la cultura de la violación prevalente en las sociedades latinoamericanas, la justicia falla en aplicar los principios de derechos humanos que llaman a la protección de las personas discriminadas.

La discusión en torno a las prácticas de violencia de género en línea, descartada por la corte paraguaya como innecesaria, reviste una importancia enorme para permitir a las sociedades avanzar en la resolución de este grave problema. Hace unos meses, la organización mexicana Versus presentó una plataforma sobre la violencia de género en línea, relacionada con el periodismo deportivo. En esta plataforma se evidencia que en este tipo de ataques, el género determina las formas que toma la violencia: se busca restablecer los sistemas que fijan a hombres y mujeres en determinados roles y comportamientos considerados como “propios” de su sexo. Es así como las mujeres, cuyas conductas se salen de los roles tradicionales (ya sea por sus intereses, actitudes, apariencia u orientación sexual) son agredidas en un intento de hacerles replegarse dentro de la conducta permitida.

Así, la tecnología no puede considerarse una causa sino una herramienta. El peligro del acoso en el ámbito digital (comparado con las prácticas de acoso offline de toda la vida) radica en que facilita el acceso a la persona objeto de los ataques, abarata el costo y permite masificar la agresión. Del mismo modo, raramente somos conscientes de la cantidad de información que acumulamos sobre nosotras mismas en línea, información que posibilita ataques de doxxing, o la práctica de recopilar y revelar información sobre una persona con la finalidad de exponerla públicamente.

Este tipo de amenazas, que tienden a ser descartadas como irrelevantes por personas que no son vulnerables a ellas, presentan dos factores de riesgo fundamental: la primera, el impacto que pueden tener en la seguridad y el bienestar emocional de las víctimas, y en su capacidad de expresarse y participar libremente en la sociedad. ¿Se atreverá una mujer a denunciar prácticas de acoso en Paraguay con el precedente judicial de considerar que estas denuncias “afectan la reputación” del agresor? Si expresar nuestras opiniones nos lleva a ser acosadas, ¿nos atreveremos a seguir hablando? Un reporte del instituto Data & Society señala que solo en Estados Unidos, cuatro de cada diez mujeres se han censurado a sí mismas en línea para evitar el acoso.

En segundo lugar, el límite entre lo online y lo offline es cada vez menos preciso. En casos como los del gamergate, los agresores revelaron la identidad y la dirección de las mujeres acosadas y utilizaron plataformas en línea para hacer envíos no solicitados a sus domicilios. Las formas que toma el acoso en línea contra las mujeres, además, suelen ser profundamente más perversas: amenazas de violación y de homicidio, imágenes sexuales y violentas. Al ser legitimadas por la sociedad, estas amenazas pueden materializarse u ocasionar graves daños psíquicos que lleven a las víctimas a causarse daño o incluso al suicidio.

Por otra parte, a la (en el mejor de los casos benévola) ignorancia de los órganos de justicia se suman las (frecuentemente dañinas) prácticas de las compañías que administran estas plataformas. Ofrecer mecanismos un poco más efectivos para lidiar con el acoso tomó años a una red social de las proporciones de Twitter, y aún hoy en día plataformas como Facebook conservan sus políticas de nombre real, exponiendo a diversos tipos de riesgos a las poblaciones LGBTI.

Considerar, como argumenta la jueza en el caso paraguayo, que denunciar prácticas de acoso quebranta la “paz social” es una postura que en sí misma contribuye a fortalecer estructuras de discriminación y agresión contra las mujeres. Es urgente que los órganos de administración de justicia latinoamericanos se pongan al servicio de la justicia, y no de la preservación del statu quo, adoptando medidas que permitan proteger a las víctimas de la violencia y la discriminación. La discusión que se genera a raíz de los casos de violencia de género e identidad sexual es de alta relevancia para el colectivo, y no puede el ejercicio irregular de un derecho anteponerse a la protección de una garantía constitucional, ni del interés público de la sociedad en avanzar la protección a los derechos humanos.