La fuerte crítica internacional al régimen chileno de propiedad intelectual

Por quinto año consecutivo, Chile integra la “Priority Watch List” en el Informe 301 sobre Propiedad Intelectual de las autoridades estadounidenses. Obviando tanto los avances legislativos y las medidas adoptadas a nivel gubernamental como las peticiones de la sociedad civil, se vuelve a indicar a Chile como uno de los países bajo el escrutinio de los Estados Unidos y sus industrias de contenidos. Esta es una verdadera forma de presión para la adopción de medidas más intensas de protección, aun a costa de los intereses del público o de las prioridades de cada Estado. En el caso chileno, la continua inclusión no es una sorpresa, pero parece inadecuada tras las medidas adoptadas en el último tiempo y reconocidas en el informe, como el nuevo régimen de derechos de autor, que consagra tanto reglas sobre responsabilidad y mayores sanciones como también un nuevo conjunto de excepciones y limitaciones favorables al público.

Lo paradójico es que mientras de un lado las industrias titulares de derechos de propiedad intelectual reclaman falta de protección suficiente en Chile, nuestro país también es apuntado en el IP Watchlist de la organización Consumers International como uno de aquellos en que el régimen de propiedad intelectual resguarda de peor forma los derechos de los consumidores y usuarios frente a la acción de los titulares de derechos de propiedad intelectual. En el informe, aparecemos como el país con el segundo peor régimen de propiedad intelectual del mundo.

¿Cómo es eso posible, después de la gran reforma de 2010? La explicación reside ya no en nuestra propia ley, sino en su análisis a la luz del contexto internacional. El informe de Consumers International se hizo en base a una serie de criterios objetivos y comparables, respecto del tratamiento de las legislaciones locales de derechos de autor a la luz de los derechos del consumidor. Lejos de ser un análisis antojadizo, nuestro país aparece rezagado respecto del resto fundamentalmente por nuestras escasas excepciones para usos domésticos y el deficiente tratamiento del dominio público en la administración del Estado.

En rigor, si bien hemos avanzado en quitar el carácter de ilícito a varias actividades relacionadas con la educación, el acceso por discapacitados y la actividad de bibliotecas y museos, todavía existen espacios importantes donde nuestra ley no resuelve a la luz del acceso, sino a favor de la protección. Como ejemplos de aquello podemos señalar nuestra todavía deficiente consagración del patrimonio cultural común, la falta de posibilidades de acción sobre ejemplares de obras lícitamente adquiridas (por ejemplo, para pasar la música de un CD a un iPod), el incierto estado legal de la documentación del Estado o de otras obras e informes financiados con fondos públicos, la falta de provisiones que garanticen la subversión de medidas tecnológicas de protección con fines lícitos, o la incertidumbre sobre la gestión de obras huérfanas.

En suma, contamos con un régimen de derecho de autor que, recién a partir de hace cerca de un año, comienza lentamente a equilibrar los intereses de titulares de derechos y los intereses públicos. Es por eso que no parece sensato conformarse con los avances de la reforma de 2010. Por el contrario, ella constituye apenas un primer paso en la consagración de un régimen de real equilibrio entre los distintos intereses en juego, que no se formule en razón de la presión de industrias de países ricos sino considerando los intereses de la comunidad completa. Porque cualquier iniciativa de reforma legal ya no será solamente observada desde cerca por las industrias titulares de derechos, sino también de los consumidores y usuarios del mundo.